La feria de las vanidades de Fingus (Puta navidad) - Versión canalla
Santa Claus es un puto avaro.
Así, sin paños calientes. El gordo había decidido ampliar su negocio, fuera de la época navideña, para desesperación de sus esclavos elfos.
Decía, mientras se tomaba un especiado vino caliente, que el mundo cada vez estaba más globalizado y ya no rentaba sólo poner todos sus huevos en la campaña navideña.
Ya no le salían las cuentas; su poblado navideño no generaba los suficiente -es que hacía ahí mucho frío, coño-, ya que los padres eran unos rácanos, preferían comprarlo todo por Amazon o Temu y no congelarse las pelotas como un conejo en Siberia.
El futuro estaba, aparte de seguir con lo otro, en hacerse feriante.
Negocio redondo, hay fiestas populares todo el año repartidas por el mundo y ahí hay negocio.
El gordo capitalista, una versión retorcida de Karl Marx, compró cuatro tráileres cochambrosos de saldo, se plantó en los pueblos colindantes y puso a sus elfos a trabajar.
Su labor era vender entradas para los autochoques, tickets para el tren de la bruja y/o la olla asesina, despachar carísimas patatas asadas rellenas de cuatro mierdas, revenidos bocadillos de morcilla y sucios minis de calimocho de vino peleón.
Posiblemente, montaría también unos puestos de esos de pegar tiros a un globitos, meter unas canastas (estas son más pequeñas que los balones, por si no os habéis dado cuenta) y tirar de unas cuerdas para ver si te tocaba el peluche gigante del Doraemon falso de color rosa. Las cuerdas, por supuesto, no estaban atadas a ningún regalo de valor y siempre te tocaba un llavero feo de cojones.
No descartaba, a su vez, tener un puesto de tiro con unas escopetas trucadas que no acertaban nunca a su objetivo. Tenías más posibilidades de acertar si lanzabas la propia escopeta a los botes pegados con silicona al tablero.
Y como tampoco tenía intención de pagar un salario a los elfos, el negocio era un éxito total.
Vamos, que le rentaba. Y mucho.
El elfo Fingus estaba hasta los cojones. Según él, llevaba sufriendo desde la cuna. Era muy infeliz.
Tenía esperanza que, con todas las putadas que le había hecho a Santa Claus, quizás le despediría, pero no había manera. Y él era demasiado cobarde para irse sin nada, exigía al menos que le arreglaran el paro y acceder a todas las ayudas -bono joven cultural, para comprarse la última consola, bono bus para recorrer 50 metros y medicamentos gratis para llenar sus armarios para automedicarse, regalar a los vecinos y que le caducaran a los tres años-.
Papá Noel no sabía ni quien era Fingus. Todos sus elfos le parecían iguales. Para el gordo eran como los chinos.
Fingus se sentía profundamente humillado. ¿Cómo era posible? ¡Anda que no había diferencias entre ellos, joder!
Él tenía en el rostro seis pecas en lugar de cuatro. ¡Además su gorrito tenía tres bandas blancas en vez de dos!
"¡Jodeeeeer, no era tan difícil", chillaba haciendo muecas delante del espejo como si siguiera el método Stanislavski.
Disfrazado de Malfario Bros. acosaba a los niños pequeños, regalándoles una espadita hecha con globitos. Les daba el "supuesto" regalo a los infantes, y luego se lo quitaba si los padres no acoquinaban la pasta. Los progenitores se veían en la obligación de comprar el puto globo so pena de que la bendición (sí, el asqueroso niño) se pusiera a llorar como si le arrastraran por un pedregal o le mataran.
Según Fingus no hay nada más gracioso en esta vida que ver a un niño cabreado como una mona.
El maligno elfo, para calmar a los padres y a los monstruitos, les ofrecía que se hicieran gratis una foto con él.
En dicha foto siempre el elfo se agarraba la entrepierna mientras exclamaba por lo bajini al niño: "Me cago en tu puta madre".
La espada tampoco era tal, ya que si te fijabas un poco, era lo más parecida a una polla gorda.
Un elfo rechoncho, de nombre Nicalaus, llamó a Fingus desde un usurero puesto de patatas asadas. "Que se diera vidilla y viniera a sustituirle, que ahora empezaba su segundo turno de doce horas atendiendo el puesto".
Fingus se quitó el traje del fontanero tras unos árboles procurando que su pequeño pito y culo carpeta se vieran muy bien cada vez que pasaba una fémina.
Dejó el disfraz colgado de una rama para que el siguiente elfo se lo pudiera poner.
Por supuesto, el disfraz olía a tigre que echaba para atrás, afirmando incluso algunos elfos que el traje hacía ciertos turnos sin que hubiera nadie dentro. Poco caso había que hacerles, estaban muy adobados de ron-colas para aguantar sus extenuantes trabajos.
Pero Fingus tenía un plan. Él siempre tenía uno. La mayoría de ellos implicaban fuego, destrucción y alguna que otra muerte, y preferiblemente la de otro que no fuera él.
El único modo de poder salir de la esclavitud a la que se hallaba sometido era que Santa Claus la espichara.
Muerto el perro sarnoso, todos serían libres, liberados de sus contratos y él, elevado a salvador de la patria.
Fingus de la tormenta, el último de su nombre, rompedor de cadenas y padre de dragones, digo, elfos.
Y así dejarían de llamarle Fingus, el gilipollas.
Pero Santa Claus no tenía ninguna intención de morirse. El muy desgraciado poseía una salud de hierro y eso que llevaba ya tres infartos, un sobrepeso evidente y arrastraba un alcoholismo de manual.
"Pues habrá que acelerar las cosas y para eso yo soy un as", les graznó a unos viejos escandalizados, verbalizando así todos sus pensamientos mientras les despachaba sus patatas asadas mil salsas y cuatro ingredientes a 50€ unidad.
Por internet, Fingus se había comprado un libro sobre la elaboración de venenos caseros. "Venenos fantásticos y cómo elaborarlos" de un tal Rufino, el lobo feroz.
En realidad, se compró ese y dos libros eróticos spicy sobre un inspector parisino que resolvía todos los casos a base de golpes con la entrepierna, pero esa es una información que no necesitáis saber.
Al tema, cuando por fin pudo hojear el libro, enseguida dio con el veneno ideal para sus malignos anhelos.
Estos libros vienen muy bien preparados y con un índice donde se indica de menos a más su grado de muerte horrible.
El veneno era relativamente fácil de preparar, con cosas que todo el mundo tiene en la cocina: como cúrcuma, galanga, cardamomo o salsa de mango verde. El ingrediente principal, y el más venenoso, era el cilantro.
De hecho, su sabor y aspecto ya nos lleva años advirtiendo de sus nocivas propiedades.
Gustaba Santa Claus de tomarse un cóctel todas las tardes en un puesto de bebidas espirituosas del recinto.
Fingus le cambiaría el turno al atontado elfo y le serviría el veneno al patrón.
Santa no se daría cuenta de nada ya que todos los elfos, como ya he dicho, le parecían iguales.
"Y muerte horrible, retorciéndose entre espasmos, con espumarajos saliendo por su boca", seguía diciendo, esta vez, a un grupo de monjas clarisas mientras les cobraba por unas berenjenas enanas rellenas de pimientos rojos a 30€ por barba.
Fingus siempre ha sido muy ansioso y decidió que a la tarde siguiente ya cometería el magnicidio.
Compró las cuatro cosas que le faltaban, o sea todo, ya que de lo que pide la receta mortal no hay nada en un despensa normal por mucho que lo diga el puto libro de marras, y sustituyó a la elfa Yolicus.
La verdad es que tampoco se distinguían entre ellos como para que se diera cuenta Santa, no ya que era otro elfo, si no que no era ni del mismo sexo.
Cuando Fingus vio aparecer a su archienemigo, rápidamente metió los ingredientes en la coctelera y pulsó el botón de mezclar.
El cóctel se desparramaba por encima de la tapa, tal era la cantidad que había puesto el muy ansioso.
Fingus rebañó con el dedo el veneno sobrante, lo probó y le dio el visto bueno. Quizás un poco más de cilantro para darle más amargor le vendría de fábula.
Riendo como un sátiro le echó un ramillete entero.
Cuando Santa se apoyó en la barra del puesto con toda su envergadura y sus santos cojones, Fingus le sirvió presto el cóctel.
"Aquí hace como mucho calor, ¿no?", pensó el futuro magnicida mientras con una mano se secaba la sudada frente.
Santa, ajeno a todo y de espaldas, miraba a la gente sin tocar el vaso.
"¡Por Dios, que sed, bébete ya el cóctel, coño!", farfulló Fingus mientras miraba el combinado con medio gorro caído.
El elfo empezó a sentirse un poco mareado, unos blancos espumarajos empezaban a asomarse a su boca.
Horrorizado, se percató de todo. Había probado el veneno mientras lo preparaba, lo había rebañado con el dedo. ¡Se había envenenado él sólo, jodeeeeer!
¡Desesperado, debía rebajar la ingesta de la toxina ponzoñosa de inmediato!
Agarró un vaso con líquido delante suya y se tragó de un golpe. Mientras salivaba, Fingus el elfo más gilipollas del mundo, se percató de otra cosa más.
¿Qué vaso había agarrado como un desesperado? El vaso de Santa. El vaso con veneno.
Mientras Fingus se moría, retorciéndose de dolor, echando espuma por la boca, sólo acertaba a pensar que el cilantro tampoco le iba tan mal a un cóctel. Le daba un sabor, así como exótico con matices... de muerte horrible. También se meó encima.
Fingus se despertó en el Infierno.
Aquí es donde iban a parar todas las almas malvadas.
Un diablillo le azuzó con un tridente para que dejara de dormir y se pusiera a currar.
"Hay muchas cosas que hacer, trabajar casi 24 horas, que esto no es gratis ni para los holgazanes", chilló el demonio así, como en modo muy profesional y dedicado al trabajo.
Vamos, que Fingus estaba igual o peor que antes de morirse.
El elfo sólo acertó a decir, mientras un látigo le lamía el lomo:
"¡Putaaaaa mierdaaaa!".
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Todos los derechos reservados.
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Anteriormente:
1ª parte: Rebelión en el taller de Santa Claus.2ª y 3ª parte: Las putas navidades de Fingus.
El estupendo Booktráiler.
Lou Reed - Perfect Day
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Fingus es divino. Qué hartá a reir. Fingus volver ¿Verdad? ¡Tiene que hacerlo! ¡Necesitamos saber mucho más de este malencarado elfo de pito pequeño y culo carpeta!
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