Yo, Fingus, estoy hasta el coño.
Tras los nefastos acontecimientos del año pasado, con esa revolución fallida para hacerme con el control del taller de Santa Claus (si no os acordáis de lo que os hablo, podéis mirarlo aquí), la comunidad de elfos artesanos estaba en peores condiciones que nunca.
El asqueroso gordo había puesto al mando a su reno Rudolph con un látigo "animador de masas" para que este año no se volvieran a repetir los del anterior.
Os preguntareis el motivo de que el reno no estuviera desempeñando su anterior trabajo. Sí, ese de volar con su trineo mágico, con alegre musiquilla navideña, cargado hasta las trancas con el gordo infartado, camisas de una talla que no te vale, colonias baratas, calcetines, corbatas y millones de juguetes.
Pues es muy sencillo, le habían quitado todos los puntos del carné de conducir al estrellarse con varias chimeneas el año pasado. Rudolph iba otra vez bebido. Es lo que tiene ser un puto borracho. Esa naricilla roja no es para indicar, como un lucero, el camino, es sinónimo de que el amigo se ha pasado con el licor barato de cereza. Le detuvieron, él se resistió con frases tipo: “No sé por qué me invitáis si sabéis como me pongo”, “Esa chimenea salió de la nada, se me puso en medio” y “Quiero un abogado. De los de pago, no de oficio, que se venden al capital”.
Papa Noel le pagó la fianza y le dio otro curro más acorde a su problema. De jefe de planta para “motivar” a los díscolos elfos.
Como yo, Fingus el magnífico, fui uno de los instigadores de la revuelta, se me degradó. Fui vilipendiado. Se pasaron por el arco del triunfo todos los interminables años que le había dedicado al taller. Sin tener en cuenta mi larga trayectoria de artesano carpintero. Anda que no había hecho yo bellos pitos de madera. Preciosos. Enormes. Inmejorables. Hasta la reina María Antonieta tenía uno mío.
Fui expulsado sin honores, sin derecho a indemnización, me quitaron los años cotizados para la jubilación y me quedé sin seguro médico. Y todo después de entregar los mejores años de mi vida a la empresa de logística más explotadora del Polo Norte. ¡Qué digo yo! ¡Del mundo entero! ¿Qué cuál era? ¿Acaso no lo conoces? ¡No es una fábrica Amazon ni las oficinas de Twitter! ¡Es el poblado de Santa Claus! ¡Joder!
Tras la montaña, donde se ubica la fábrica y se destruyen las ilusiones de los pobres elfos, que se conoce como el taller de Santa Claus, se localiza el poblado. Está a escasos 4 kilómetros. Es un lugar terrible. Atestado de niños. ¡La antesala del Infierno! Si teníamos pocos derechos en el taller, aquí poseíamos menos.
Hace años, durante la desastrosa jornada de inauguración, se organizó un gran desfile en la calle mayor. Con elfos bailando y dando saltitos tocando flautas traveseras y arpas. Parecíamos sátiros salidos del infierno. Hizo tanto frío que 11 elfos murieron congelados y los visitantes creyeron que eran bellas estatuas esculpidas.
En protesta, los restantes elfos, con las pelotas congeladas, prendieron fuego al árbol navideño del centro de la plaza. Pero sólo ardieron cuatro ramas y, en cambio, murieron otros siete elfos abrasados. Todavía están buscando a los culpables de echar una combinación de gasolina, vodka y cerillas al árbol. Menos mal que nadie me vio.
Otra de las horribles condiciones que aquí se viven, aparte del machacón hilo musical navideño interpretado por los Elfos Cantores de Hispalis, es cuando algún elfo fallece por puro cansancio en su jornada laboral. Se le acomoda en un banco como si durmiera. Nada que rompa la ilusión de los visitantes, se activa un código, el código Maluma, y se le lleva disimuladamente a una cabaña montado en un carro con las piernas por fuera. En la cabaña, que recibe el bonito nombre de Tienda de objetos perdidos, se le apila como leña en un rincón. El último en recibir tal honor fue Betus, el ex sindicalista. Al menos le taparon con el último ejemplar del Marca.
El poblado está dividido en varias zonas. En el centro se ubica la casa de Santa Claus. Éste se asoma a determinadas horas por una ventana y saluda como un robot desganado a los infantes. Como solo se le ve la parte superior del cuerpo a veces no lleva ni pantalones.
Alrededor de la casa se localizan diferentes restaurantes, varias tiendas de souvenirs y la oficina de correos de Santa Claus rodeando una gran plaza donde se ubica un gran árbol navideño y unas columnas. Dichas columnas están unidas al árbol en su copa por un cordón luminoso azul que representa el Circulo Polar Ártico. Una gilipollez.
Todo este tinglado funciona con el esfuerzo sobrehumano de los elfos degradados, a los que les han arrancado cualquier atisbo de alegría, juguetes rotos del gordo colorao. Una farsa alimentada con desilusionados elfos como yo.
Pululamos mudos por todo el recinto para dar color a esta pantomima. Por supuesto no podemos hablar, desharíamos la magia de los visitantes. A nadie le gusta que los elfos les respondan en un lenguaje que no sea el suyo, los muy cínicos. Cuando lo que más me gustaría en el mundo es mandarlos a la mierda, y en todos los idiomas.
Para mayor humillación, soy el encargado de prender las luces del poblado. El que marca el inicio de la tortura, el encendido de los neones, la alegría de los niños y niñas. Pero este año, no. Este año iba a ser diferente. Tenía un plan. ¿Era un buen plan? ¡Qué va! Era una puta mierda. Se iba a cagar la perra.
Pero para ello primero había que ponerse de acuerdo con mi amigo Ludwingus. Él tambien había sido degradado. Ahora se encargaba de vaciar el buzón de deseos de Santa Claus por las noches y tirar las cartas a un descampado. Ludwingus y yo podríamos ponernos de acuerdo hablando pero era mejor hacerlo a hostias. Siempre es mejor así, ¿no? ¿Para que hablar si podemos arreglarlo a hostias? Dicho y hecho. Nos cruzamos en una calle aledaña de la principal, y sin mediar palabra empezamos a cascarnos. Después de unos minutos, tras quitarnos el bravío, empezamos a desarrollar el plan mientras reíamos como locos.
Por cierto, nuestra risa no es dulce ni armoniosa. Es lo más parecido a oír a un reno acatarrado.
—Es una puta mierda de plan —resopló Ludwingus. De todas las malas ideas que has tenido a lo largo de tu horrible vida, esta es, sin lugar a dudas, la peor. Y yo no puedo ir a la cárcel, soy un caramelito. No duraría ni un día.
—Dirás que no puedes ir otra vez. El plan es maravilloso. Y en su simplicidad radica su belleza, su majestuosidad —replicaba Fingus mientras le golpeaba la cabeza a un poco dispuesto Ludwingus contra un muro.
Te lo repito. Aprovechamos mañana, la noche del día 24 de diciembre, cuando no esté el seboso en casa, es el único día que va a trabajar, para entrar y prender fuego a todo.
¡Que arda todo! ¡Fuego purificador! ¡Fueeeeeego! ¡Joder!
Fingus simulaba el crepitar de las llamas con las manitas y con un extraño brillo en los ojos. Años más tarde le diagnosticaron piromanía pero supongo que eso ya lo sospechabais.
—Todo los elfos saben que Santa Claus no vive en esa casita bucólica en el mágico poblado. Ahí se le pela el culo de frío. Para que luzca muy entrañable, la casa viene con lo justito: un sillón, una estufa apagada y cuatro cuadros comprados en el Ikea con unos señores que no sabemos quienes son. Detrás de una puerta que reza "Baño de Señoras", hay un ascensor que lleva a un apartamento en lo alto de la montaña. Ahí sí está rodeado de comodidades y variados vicios.
Le metemos unos potentes petardos y artefactos explosivos en el ascensor y al llegar arriba que estalle todo. Y que arda todo, todito, todo —Fingus volvía a tener esa rara expresión—, será nuestro 4 de julio particular. Cuando todos corran a apagar el fuego, nosotros aprovechamos que el Pisuerga pasa por Valladolid y atracamos el "Banco de Santa Claus" (Nota informativa: Aquí se guarda todo el dinero que piden los niños y niñas, que ya no quieren ni la muñeca Chochona ni la pelotita de moda de los huevos).
>>Lo tengo todo preparado. Pero necesito tu ayuda, fiel amigo Ludwingus. Tú, la última vez que estuviste en la cárcel, estudiaste algo de electrónica, ¿verdad? ¿Sabrías hacer algo parecido, no sé, algo sencillo como una bomba explosiva de relojería?
—No sé, Fingus, en el taller lo único que nos enseñaron fue a soldar cuatro cables a una placa de cobre y a evitar a un licencioso enano guardián llamado Grendal Bigeggs. Este era muy vicioso y tenía muchas... apetencias.
—Me renta. Confío en ti.
Para nada —pensó realmente Fingus—, si has estado en la trena, será por algo. Pero si al final sale algo mal, siempre es bueno tener a alguien a quien culpar.
—¿Y para qué sirve hacer explotar la casa del buen viejo? —preguntó cándidamente Ludwingus.
—¿Que para qué sirve? ¿Eres tonto del capirote? ¡Justicia! ¡Dar un volantazo a esta vida miserable! ¡Girar las tornas! ¡Romper la rueda! —y así estuvo media hora soltando frases y paridas hasta que se cansó. Por su parte el otro elfo ya se había dormido. Ludwingus estaba tomando una fuerte medicación, Elfoxetina, por unos supuestos problemas musculares y, si no está pendiente de algo, se duerme.
Mañana ya sería Navidad, y nuestros intrépidos y desalmados elfos, alegando una inventada enfermedad no fueron a trabajar. Un artimaña que habían aprendido del fallecido sindicalista Betus.
Durante todo el largo día y noche estuvieron trabajando arduamente sobre la bomba.
Es un decir, ya que alternaban largas horas procrastinando. Al final, todo fueron prisas, echarse la culpa de la poca previsión y esfuerzo desempeñado, para sacar una bomba de mierda. Para que estallara, había que activarla manualmente, y a los 30 segundos explotaba.
Tampoco tenían la llave de la casa de Santa Claus para entrar y dejar la bomba en el ascensor. Fingus le decía a Ludwingus que se sentía muy decepcionado ya que suponía que él había estudiado en FP la rama de Cerrajería.
Este respondió que él no había estudiado nada, que solo se ha dedicado a trabajar como una mula toda su vida. Pero este giro no le interesaba a un Fingus ya preso de sus delirios de grandeza.
Se hacía evidente un cambio de plan.
El apartamento estaba en lo alto de la montaña. Se accedía a él, bien por el ascensor, o por una senderito custodiado por renos con metralletas.
El año pasado fue ametrallado un elfo, que subía unas baguettes y un panettone, y que había tenido la poca precaución de no avisar de su reparto. Descartado entrar en la casa por la puerta o ser cosido a balazos por los renos de gatillo fácil, solo quedaba otra opción. Una brillante en la que nadie había reparado.
Una lisa pared rocosa de casi 250 metros llegaba hasta la casa por la cara norte. Ahí el apartamento se coronaba como el ojo de Saurón. Eso es lo que decía al menos Fingus.
Pusieron manos a la obra al abrigo de la noche. Lenta y ardua fue la subida por esa fría pared, azotados por rachas de gélidos vientos y las lejanas risas de las criaturas ajenas a su noble misión del poblado navideño.
Aunque la bomba no pesaba mucho, apenas unos 2,5 kilos y poder explosivo a determinar, y aunque estuviera atada a la cintura de Ludwingus, a Fingus se le hizo muy pesada. Tras 4 horas escalando, Ludwingus llegó el primero a la cima, a Fingus le quedaban aún 50 metros.
El buen elfo se desató la cuerda con la bomba, la posicionó al lado de una pared del apartamento, y anudó la cuerda de nuevo a un tronco de un árbol, echando el resto de la soga por el risco para ayudar a Fingus. Acto seguido, se asomó por el risco, y haciendo un gesto de que todo iba bien con la mano, empezó a manipular la bomba.
La cuerda le dio a Fingus en toda la cara y cuando apenas se había agarrado a la cuerda una fuerte explosión le sorprendió haciendo que casi perdiera el agarre.
¡Vaya si la bomba funcionaba!
La deflagración le hizo zarandearse de un extremo a otro de la pared como una piñata. Vio con consternación como el gorrito y las botitas de Ludwingus caían de cielo envueltos en llamas. Preso del terror, se quedó agarrado a la cuerda. Ni para adelante ni para atrás. Ahí se quedó durante horas para regocijo de los visitantes del poblado.
Les habían encantado los fuegos artificiales y les pareció muy original esa figura ornamental de un elfo que simulaba que estuviera subiendo por una cuerda o escalera. El año siguiente se puso de moda y en casi todas las casas el adorno más vendido y expuesto por los balcones fue un elfo, Papa Noel o los Reyes Magos subiendo (o bajando) por una cuerda.
A Fingus le rescataron ya por la madrugada, bien congelado de frío y al borde de la muerte. La difícil operación se la denominó "El descenso del elfo mayor de la Misericordia". Le descendieron con una cuerda atada a la cintura como a un jamón. Tampoco llevaba pantalones. Se le habían caído en el primer zarandeo. Todo el poblado le vio el pequeño pito agarrotado de frío.
De ahí al hospital después, cuando se recuperó, una temporadita a la trena con Grendal Bigeggs (y sus múltiples apetencias) y de vuelta al poblado.
Esa fue su mayor condena. Estar rodeado de alegres niños y viendo como se forraba el gordo infartado con las regalías del adorno de moda.
El que de verdad lo petó ese año: Elfo subiendo por una cuerda sin pantalones.
Banda sonora al finalizar el relato.
Frank Sinatra - My way
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