Las aventuras de Pollín y Camilú en el Salvaje Oeste
EXCLUSIVO PARA MAYORES DE 18 AÑOS
Nota antes de empezar la lectura.
Para evitar malentendidos idiomáticos e infinitas notas al pie, he optado por transcribir todas las frases de Camilú del gallego al castellano. Camilú entiende y habla perfectamente el idioma de Cervantes, pero prefiere expresarse en "galego" para "tocar as collons".
LAS AVENTURAS DE POLLÍN Y CAMILÚ
EN EL SALVAJE OESTE
—¡Es todo culpa tuya! ¡Te odio tanto! —le ladra Camilú con su fuerte acento gallego a Pollín acompañado de una disparidad de perdigones salivosos de distintos tamaños y texturas.
Tiene el fox terrier de blanco pelaje un cabreo monumental para lo enano que es.
Mira que se lo había dicho al zote de su dueño un huevo de veces. ¿Quién les mandaría a ellos viajar hasta el Salvaje Oeste americano a cubrir el caso del mapa del tesoro de Lope de Aguirre? Pues nadie ¿y ahora? A palmarla con el estómago vacío. Y sin haberse cepillado el exótico cojín de plumones de ganso del hostal "Hergé".
El intrépido periodista de "le vingtième siècle et au-delà", incapaz de responder teniendo introducido un grasiento pañuelo en la garganta hasta el corvejón, se lamenta de su puta mala suerte. No le sale nada a derechas, joder, y encima tiene una erección del quince.
Un mal que le ha ocasionado no pocos problemas desde niño.
Siempre le ha puesto mucho la autoridad.
¿Le regaña la profe por no haber hecho los ejercicios? Pues dura como un badajo.
¿Ha estrellado el coche de su tío, el dueño del periódico donde hace el gilipollas todo el día, contra la única farola a un kilómetro a la redonda y le está interrogando la policía? Pues gorda como el cinturón de una ballena.
¿Se ha caído del árbol tras verle las tetas a su prima por una ventana a escondidas? Pues más tiesa que un lagarto enyesado.
Lo que le se la pone gorda era, en definitiva, que le regañen y la mencionada autoridad. Alguien con una posición de poder por encima de él y que le eche en cara algo, lo que sea.
Ah, sólo pensarlo y ya parece que le estallen los pantalones. Y si le insultan, eso ya es demasié. Lo que más le gusta es que le llamen un mierda seca.
Atado de pies y manos en la parte trasera de un sucio vagón de tren (tren que seguramente irá flechado a la vía muerta de un barranco y cuyo fondo estará hasta los cojones de cartuchos de dinamita decorados con calaveras, se imagina Pollín), el muchacho se está quedando sin opciones. Con toda la pintaza de que su lastimosa carrera quedará del todo socarrat después.
¿Que cómo lo sabe? Siempre ha tenido muy mala suerte. Eso y una falta de talento alarmante. No hay nada peor que no tener talento, es preferible estar cojo de un huevo, tuerto o calvo.
¿Y ahora cómo va a salir él de esta, ché? No lo sabe, ya se le ocurrirá algo. Al final siempre sale airoso. Molido a palos, pero airoso. Como también sabe que, a la conclusión de su aventura, le soltarán sus dos hostias de rigor (siempre aparece alguien con la mano floja) para dejarle la jeta conjuntada al color de su cabello. Lo habitual, vamos.
Madre como se está poniendo sólo de pensarlo.
A ver si con un poco de suerte también le dan por culo al tocahuevos de Camilú y tiene la delicadeza de morirse. Maldita la hora en que no le mandó castrar hace años para bajarle el bravío y quitarle ese pronto tan malo que tiene el puto perro. Es más malo que un dolor de muelas. Ahora ya es tarde y toca joderse. No tiene ni idea de qué hacer. De momento ya se ha meado en los bombachos y se le ha adormecido un brazo. Seguramente estará sufriendo una angina de pecho no diagnosticada.
Los inútiles de los médicos le han dicho mil veces que no tiene nada -no tienen ni puta idea-, pero lo ha interpretado varias veces leyendo la parte del horóscopo de El Heraldo de Mondragón y está seguro de que lo suyo es, como poco, mortal.
1934.
Un día antes.
Estación de ferrocarril St. Joseph, Misuri.
Abrasadito del calor sofocante de Misuri tras bajar del ferrocarril a pie de vía y esperar su turno en la fila, finalmente le toca a Pollín y a su perro Camilú, que no ha dejado pasar la ocasión de maldecir y ladrar a todo lo que se mueva. Espera que el oficial no le ponga trabas y les deje continuar su viaje por el Estado de Misuri.
—¿Viaja por negocios o por placer, Sr. Pollín? —le pregunta desganado el orondo agente de la ley a nuestro pelirrojo periodista sin despegar la vista de una baraja de cartas de póker de muchachas ligeritas de ropa y moral distraída que tiene en una mano.
—¿Es trabajar un placer o un negocio? —arguye el gracioso de Pollín clavando sus manos en ambas caderas y mirando al cielo—. Soy periodista... de los buenos. ¿Que en qué estoy metido? Pues mire se lo voy a decir si me lo pregunta tan amigablemente, pero no se lo cuente a nadie, no vaya a ser que me levanten la historia.
» ¿Se ha fijado en el chino detrás de mí? ¿No? No me pierde de vista. ¡Seguro que es bolchevique! ¡Y gay, muy gay! Yo gusto mucho ¿sabe? Para decir que a uno no le gustan los tíos tiene que haberse acostado con uno de ellos antes y a mí definitivamente no me gustan. Bueno, quizás un poco. Además, tengo buen mango, una buena morcilla arrocera, muy negra a pesar de que soy pelirrojo. ¿Que eso no le interesa? Pensaba que sí.
» Me envía a estas lejanas tierras uno de los periódicos más famosos de Bélgica. Qué digo yo de Europa... ¡del Mundo! ¿Sabía que han localizado la ubicación donde terminaron todas las riquezas de "El Dorado"? ¡Aquí! ¡En el Salvaje Oeste estadounidense! ¡Esto queda entre nosotros! ¿Promesa de meñique?
Tiene el muchacho una incontinencia verbal de escándalo. Si fuera algo más listo el próximo no nominado al premio Pulitzer se habría dado cuenta de que el agente dejó de prestarle atención a la segunda pregunta. Tiene lo que se llama sordera testicular (oye lo que le sale de los cojones).
—¿Su nombre de pila es Gili?
—Eh, no. Teófilo Prudencio. ¿Por? Soy de Valencia. ¿La conoce? Es preciosa. ¡Es massa pa la carabassa! Recuerdo una vez un movidón con unas tías que...
—Porque le pega más Gili con su apellido Pollín —bufa el oficial con media sonrisa sin entrar a valorar las "excitantes" desventuras del ninot—. ¿El chucho que se está descojonando de la risa es suyo? —señala con dirección a un Camilú tronchado por lo ingenioso del nuevo mote de gilipollín. Es incluso mejor que el de Zanahorio.
—Átale en corto y que lo desparasiten en cuanto tenga ocasión y de paso a usted también. Voy a hacer la vista gorda. Dios sabe que le harían falta infinidad de documentos para permitirle a su Fifí continuar viajando por América, pero viéndole la cara de tontainas que gasta, bastante tiene con verse en el espejo a diario sin asustarse —sentencia el agente devolviendo el pasaporte a Pollín de un latigazo—. ¡Siguiente!
Pollín le da las gracias -¿pues no se la ha puesto dura de repente con el rapapolvo?-. Acto seguido se sienta con la manos sobre las rodillas en el exclusivo y "lujoso" vagón de tercera clase. Por lo menos ya se trata de un asiento de verdad y no de un baúl oxidado como al principio del viaje. Menos da una piedra.
Comparte estancia con un bandada de patos chillones, una familia de mejicanos gambusinos de niños insolentes, un gitano cortando el pelo a otro a navaja, dos negros bailando semi desnudos con los rabos al aire, un ruso jugando solo al ajedrez llorando, un greñudo marinero adormilado con una botella vacía en sus manos y un puñado de chinos dentudos ataviados con sombreros de bambú cocinando en el piso del vagón algo de arroz entre risas.
Un ofendido Camilú no para de decirle a Pollín que es noble descendiente de Lassie y Rin Tin Tin (aunque ninguno de los presuntos padres sean fox terrier como él), que no merece viajar así y aprovecha para desfogarse y cagarse en la puta madre y en todos sus muertos montados a caballo de Pollín y de los demás pasajeros.
Pero se calla cuando observa a uno de los asiáticos sacar un cuchillo con culinarias intenciones.
Los demás viajeros, viendo ladrar al chucho en gallego, piensan que está constipado y no le hacen ni caso.
Otra cosa es el misterioso barbudo que no está dormido como pareciese y que se oculta (mal) tras una mugrienta gorra de marinero. Atento como un sordo jugando al bingo.
Con las manos descansadas y entrelazadas sobre su raído jersey azul, el capitán Archibald Hardcock no ha perdido de vista al periodista, reportero, tirafotos o lo que cojones sea y al cansalmas del tuso desde que desembarcaran del buque mercante días atrás.
En cuanto caiga la noche, al advenedizo calabacín le tocará soltar la mosca sobre la localización de ese fabuloso tesoro del que presume tanto y más vale que no se haga de rogar —masculla Hardcock crujiendo los nudillos y levantando de paso su tapadera de hacerse el dormido—. Tiene la mecha cortísima desde se acabó la última botella de su adorado güisqui Loch-Lomond apenas diez minutos antes.
A pesar de que hayan pasado ya algunas horas, el incansable y muy cansino Camilú sigue erre que erre quejándose de todo y Pollín desesperado amenaza con meterle en el transportín.
—Lo hago, ¿eh? No te atrevas a provocarme —le repite el muchacho con menos credibilidad que un billete de madera.
—No vas a hacer nada. No eres más que es un mierda seca pinchado en un palo y un impotente —ladra Camilú como respuesta y le muestra el ojal como provocación—. Me tienes más harto que las maracas de Antonio Machín. También llevo casi dos horas sin comer, ¿lo sabes? Qué vas a saber si eres nada más que un mierda.
Pollín teme llegar a su destino por la mañana a primera hora. ¿Por qué? Porque no tiene ni zorra idea de por dónde empezar a buscar el tesoro, ni a quién preguntar, ni dónde hospedarse, vamos que va a lo loco. Y pronto tocará realizar un primer telégrafo a su jefe y no tiene nada (como de costumbre) más que mierda en las tripas.
Se lo inventará todo o dirá que le han robado sus apuntes o que se los ha comido el chucho. Empieza a sospechar que la información que le entregó el cebagolós del profesor Mallein en aquel bar del puerto de mala muerte y peor vida no debía ser del todo fiable. Malditos sus muertos y sus vivos.
—Mejor no pensar en ello ahora —se tranquiliza el muchacho soplando en una bolsa de papel—, no vaya a ser que me dé otro ataque de ansiedad y la jodamos. Ya se me ocurrirá algo. Mira, ya se está haciendo de noche y mañana será otro día—. se consuela Pollín.
Por su parte, Camilú lamiéndose las bolas, no termina de confiar en el barbudo capitán que no ha dejado de observarlos desde hace horas.
En cuanto todos empiecen a soplar, se acercará sigilosamente al capitán. Se enfrentará al adormecedor traqueteo del ferrocarril, a la impía y oscura noche que alberga horrores, se deslizará silencioso como si estuviese en el velatorio de un mimo y lo cacheará. Menudo es Camilú Abundio Bolufer.
Al rato, el campeón de las noches en vela se queda profundamente dormido junto al resto de los pasajeros. En sus sueños es un gran campeón de ajedrez, come chocolate, turrón y bolitas de anís. Y es inmisericorde con los cojines de puro algodón 100%.
Pollín sueña que su amante ocasional, la asiática Srta. Bang, le está dando un señor repaso en la trastienda de su tienda de fruslerías.
Armada con una fusta de cuero, le ha sentado con el trasero al aire -como de costumbre- sobre su regazo y no ha dejado de insultarle con lindezas como que ha sido un niño malo mientras le pone el culito como el de un babuino en un mitin comunista.
A pesar de que Pollín no gane más que una miseria trabajando de sol a sol en el periódico pasando a máquina los textos de periodistas mucho más talentosos que él, cociendo café, limpiando los despachos y con el mismo trapo hacer los baños hincado de rodillas, considera que la paga semanal de recibir una ejemplar azotaina está más que bien empleada.
Un día de estos le confesará a Bang -entre fustigamientos- que lleva meses enamorado. Que ella sea mucho mayor y que sea ella miembro de la triada de asesinos "El loto azul" es lo de menos. El amor no entiende de edades ni de profesiones.
No recuerda que la china le atase las muñecas ni los tobillos -eso es nuevo, pero le gusta-. Le dirá a Bang que no apriete tanto la próxima vez. Tiene una piel muy sensible.
Malhumorado por la intensidad del dolor y un molesto traqueteo que no consigue ubicar, Pollín abre los ojos. Aterrorizado confirma que ni está en el Barrio Chino, ni está desnudo hasta los tobillos. ¡Horror!
Atado de pies y manos en tren a toda mecha -es un decir- y con un pañuelo introducido en la garganta que le impide pedir auxilio -aunque su penoso chillido tampoco hubiese ayudado mucho al asemejarse al de una niña afónica-, el reportero no recuerda cómo ha llegado a esa situación tan desagradable.
Mentalmente repasa su último momento lúcido y cabreado por su poca retentiva abandona el intento. No se acuerda de nada. Más en blanco que las posaderas de un vampiro asustado.
—¡Hombre, ya despertó el bello durmiente! —le grita a escasos centímetros el capitán Hardcock que sale de entre las sombras como el triste del conde Orlok pegándole un susto al pobre muchacho de cojones.
Tras tropezarse dos veces y perder la poca dignidad que pudiese atesorar, Archibald Hardcock, capitán de una maltrecha chalupa anclada en un puerto del Mar del Norte, general despedido de la legión extranjera, leal sirviente del rey Leopoldo I de Bélgica, padre ausente de infinidad de hijos, esposo de una esposa desaparecida —el hombre no puede evitar sonreírse al decir desaparecida—, jura al presentarse que obtendrá la ubicación de "El Dorado", en esta vida o en la próxima.
—¡Me lo inventé todo! El profesor Malbein me dijo algo muy genérico en aquel bar gay en el que me encontraba de casualidad y el resto me lo imaginé. —confiesa Pollín con el pañuelo metido todavía en el gaznate.
Como no se le entiende ni papa con medio telar metido, el secuestrador opta por retirársela al pelirrojo llorón. Acto seguido, Pollín repite su confesión añadiendo esta vez que el maldito profesor le dijo algo más mientras le metía mano. Pollín se dejó hacer para no levantar sospechas y por el bien del caso. Él es muy profesional.
—¡La mina abandonada del honesto trampero y usurero Fingus McDouglas! —aúlla Pollín como si esta información adicional fuera el sumum—. Me juró que los indios eran fieles guardianes del tesoro desde hace siglos.
Contra todo pronóstico, el capitán parece darse por satisfecho y tras volver a amordazar al maestro de la discreción les indica que se bajarán en la próxima estación.
—Conozco la mina. No queda muy lejos y a buen trote llegaremos al anochecer. Ahora todos a mimir un poco.
Camilú, con el semblante serio y muerto de hambre, está deseando echarle la bronca a su dueño.
Estación "St. Rufino, el sabio". En medio de la nada.
Aprox. a ocho millas de la mina (menos de 13 kilómetros).
Más te habría válido prestar un poco de atención en clase, leñe.
Tras llegar fundidos a la entrada de la mina abandonada de Fingus McDouglas (no se habían llevado ni agua ni un sombrero de esos vaqueros anchos, (¿para qué?, pues para no molestar) deciden adentrarse en las negras fauces de la instalación armados con una improvisada antorcha y pegando gritos como descosidos tan aterradores como: "¿Hay alguien aquí? ¡Vamos armados!" o ¿Tiene un minuto para escuchar la palabra del Señor?"
Tras perderse a los cinco minutos, al final, como no podía ser de otra manera, el fino olfato de Camilú los encamina hacía una ahumada estancia.
Sentado y cruzado de piernas cerca del calor amigo de una fogata y más arrugado que un nogal, el jefe indio Topo-de-la-mirada-embriagada enarca las pobladas cejas y aparta a un lado la ostentosa pipa de la que estaba dando cuenta como si no hubiese un mañana. Cuando se tienen más de cien años y uno tiene menos dientes que un cenicero, uno está a la vuelta de todo.
Ya sabe a qué han venido los piel pálida. El gran bisonte pelón de ojos saltones se lo susurró ayer en un sueño. Después ya no pudo dormir en toda la noche. Que se hubiese comido kilo y medio de fajitas de pollo con medio litro de tabasco aderezado con dos botellas de quitapenas de destilación propia no tuvo nada que ver.
Con un ademán aburrido invita Pollín y al capitán a sentarse junto a él. El carraspeo del capitán y un corrector: "¿A quién le habla? ¡Estamos a tu derecha, antropopiteco!" rectifica al jefe indio.
—Sentaos, extranjeros. Nada habéis de temer de este anciano y de la tribu de los hijos de la pena negra. Aquí estáis a salvo— convida el indio pegando un salivazo que hace estallar en mil añicos una botella vacía a sus pies.
—¡Indios temerosos! Dar tesoro a hombres blancos enfadados. No colaborar, nosotros disparar con palo de fuego y dar muerte a los hombres, violar a vuestros caballos y montar a vuestras mujeres —amenaza Pollín apretándose el paquete y poniendo la más cavernosa de las voces. La paciencia nunca ha sido una de sus virtudes. Ya está bien de tantas gilipolleces místicas.
—En primer lugar, palo no... palito —corrige el jefe indio en un perfecto inglés—. Y, en segundo lugar; ¿por qué habláis tan mal? ¿No tenéis escuelas en vuestro país? y para terminar ¿por qué vestís como un buhoneros de la peor ralea?
—¿Palito? —se revuelve Tontín herido en su orgullo— ¡Tú lo que quieres es verme la polla gauixat! Pues me la voy a sacar, te la voy a poner al hombro y te vas a sentir como si cargaras una bombona de butano.
Camilú le chista al periodista por lo bajini que la bombona de butano no se comercializaría hasta dentro de veinte años.
Pollín le responde malhumorado: Pues cambiamos a la Sota de Bastos, ¡joder! Tenemos otros problemas ahora, ¿vale? Que lo cambien luego en el blog.
—¿Cómo violar a nuestros caballos? —responde Topo-de-la-mirada-embriagada mientras abre una botella de güisqui del "güeno".
—Este se está rifando una hostia —sentencia el ninot haciéndose el machote solo para corroborar que el capitán Hardcock ya se ha sentado al calor del fuego de la hoguera y Camilú le está poniendo el ojal al rojo vivo a una perrita Chihuahua que anda despistada por ahí.
Vamos, que no le están haciendo ni puto caso.
Ajeno a todas las demandas del muchacho y a su rollo, Topo-de-la-mirada-embriagada, con los ojos en blanco, empieza a relatar con la misma pasión del que mea contra viento.
"Le llamaban el conquistador loco, el tirano, el loco pinto. Pero entre los suyos, solo Lope de Aguirre. Tras pasarse media vida batallando por las tierras lejanas del Perú, pasando más calamidades que vergüenza y cercado por el homosexualismo más extremo, fue engañado por el virrey Andrés Hurtado de Mendoza para emprender la búsqueda del mítico tesoro de "El Dorado".
En realidad, el virrey estaba hasta los huevos del greñudo conquistador (feo con avaricia, como para quitar el hipo) y le mandó junto a trescientos hombres, algunos esclavos negros y doscientos sirvientes que se fuera a tomar por culo y así evitar que Aguirre y sus hombres resentidos, empobrecidos tras las guerras civiles y sin nada que hacer, pudieran causar más problemas en el reino. Gente desocupada, gente con malos pensamientos.
Por supuesto no encontraron nada, ya que el tesoro ya se había desplazado hacía cientos de años a parajes más norteños. La fortuna cada vez que se movía, disminuía de volumen a pasos agigantados. El mal común de estos inhóspitos y revueltos tiempos ¡Los intermediarios españoles y sus mordidas!
Lope de Aguirre llegaría finalmente a estas tierras a lomos de un burro escuálido, sifilítico perdido, cojo, con un testículo endurecido por la mordedura de un sapo y con más hambre que un perro chico. Tras cerciorarse de que nada quedaba del sueño de "El Dorado", se volvió a Venezuela con las manos vacías. Ya le daba todo igual. Solo quería morirse. Tampoco es que fuera muy listo y con menos luces que un sótano, dicen que un tal Custodio Hernández al poco tiempo se lo cargó de un tiro."
Tras cinco minutos que parecen cinco horas, el jefe abre nuevamente los ojos. El tiempo es muy relativo, sino fijaos lo que dura el último minuto de una lavadora o cuando te cortan mal el pelo, ¡una eternidad!
—Así que, mis amigos, vuestro viaje ha sido en vano. Aquí nada queda. Pero que no se diga de nuestra hospitalidad. Os propongo yacer con mis cuatro hijas (Pluma seca, Conejo despeluchado, Pata dentuda y Liebre revenida) en señal de buen rollo entre civilizaciones. ¿Es o no es esto un trato generoso? —termina el indio señalando a cada una de sus vástagos que siempre han estado sentadas junto a él, pero que con tanto humo no había Manitú que las vea.
—¡Al lío! —exclaman al unísono un exultante Archibald Hardcock sacándose el lastimoso y arrugado miembro junto al indómito periodista pelirrojo que avergonzado le pide a una de las hijas (a Pluma seca) si tiene a bien insultarle que eso le pone como una moto sin frenos por la cuesta de la reina de su amada Valencia.
Que, bajo los humos narcóticos y densos de la hoguera, ni Pollín ni Hardcock se percatan de que la más joven de las hijas del jefe tiene ochenta -mal llevados- años lo obviaremos y optaremos por no entrar en más descripciones para evitar representaciones gráficas a nuestros queridos y sufridos lectores.
También omitiremos que tanto Pollín como el capitán (desconocedores de los trescientostreintaicinco años totales entre todas las hijas) durante mucho tiempo vivirán con temor de que alguna de ellas les reclame la manutención por un churumbel engendrado aquella aciaga noche. Obviamente eso jamás llega a ocurrir.
Más listo está Camilú que le dice a la perrita "Pétalo lunar" que él responde ante todo y que no dude en escribirle a su nombre Snoopy Brown al número 204 de la avenida Quetontaeresleñe en Valencia.
A la mañana siguiente.
—¿Qué voy a hacer ahora? No tengo nada que entregar a mi tío —solloza Pollín subiéndose los bombachos a la salida de la mina dirigiendo una avergonzada mirada al capitán.
Con más arañazos y mordeduras que si hubiese estado peleando con una banda de gatos arrabaleros al anochecer, el indómito periodista, tirafotos y futuro miembro del selecto club de los desempleados se lleva desolado las manos al rostro.
—¿No es tu tío el dueño del periódico? Hará la vista gorda. Dile que te emborrachaste, que perdiste los apuntes o que se los comió el chucho de aquí abajo. Pero lo más seguro es que te despida por incompetente —adoctrina Archibald con un dedo en alto—. No se te estará poniendo dura ¿verdad? Oye, ¿te interesa currar para mí? Un tío y un perro como el tuyo me podrían venir de caracoles. Me has caído bien. ¿Trato?
Con los ojos vidriosos de la emoción y sorbiéndose los mocos, Pollín asiente con la cabeza como un muñeco de trapo roto. A Camilú le da igual, peor que con el pelirrojo no le puede ir, así que ¡viva la aventura!
En verdad, las razones del marinero para contratar al pelirrojo y al can son mucho más desleales.
Viendo el capitán que (por su mala cabeza y por ser bastante borrachín) siempre la acaba liando no está de más tener a un merluzo como el joven para usarlo como escudo humano y que se lleve los primeros tiros de cualquier trifulca, y al puto perro como solución alimenticia a una mala racha. Plan genial.
Y como no puede faltar en ninguna de las aventuras de Pollín, el muchacho termina llevándose una señora hostia de Hardcock con la mano abierta por un comentario fuera de lugar que le hace dar tres vueltas de campana en el aire y no quedarse chimuelo de milagro.
Magullado se queda abrazado junto a una de esas bolas de hierbajos que salen cruzando el pueblo vaquero en todas las películas del Salvaje Oeste y que a día de hoy nadie sabe cómo cojones se llaman.
Eso sí, con una erección descomunal.
(En) fin.
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¡Las estupendísimas canciones donde el cantante es clavadito a Pollín!
Bronski Beat - Smalltown Boy.
The Communards feat. Sarah Jane Morris - Don´t leave my this way.
Jajaja, está muy gracioso. Enhorabuena.
ResponderEliminarMuy bueno.
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