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Arsène Putain y las adoradoras del miembro erecto (Inspector Arsène Putain #13)

EXCLUSIVO PARA MAYORES DE 18 AÑOS



PARTE TRECE - Las adoradoras del miembro erecto.

Una a una va desfilando la totalidad de las hermanas esposadas ante los atentos ojos de la comisaría Babette Fournier y del intachable inspector, adalid de la justicia, Arsène Putain. Algunas cabizbajas, otras envalentonadas, pero la mayoría de mirada huidiza. Deseando que la prensa agazapada a la entrada de las catacumbas no las reconozca y termine por hundirles en la miseria. 

Entre ellas, se encuentra Nicole Moloko, vestida al igual que el resto de las hermanas de forma sumamente sexy y pecaminosa. Su cabello y su cuello queda oculto bajo la lechosa cofia. El usual hábito cerrado de lana ha quedado sustituido por uno abierto mostrando sus pechos como símbolo de su irrenunciable feminidad. Ligueros ajustados, tanga y botas Doc Martens completan su atuendo.

Tan sólo la superiora Sor Inés tiene el derecho de vestir de forma diferente, renunciando al hábito por un traje de látex ajustado, quedando la cremallera que hubiese llegado al cuello, abierta a media altura para mostrar en todo su esplendor los melones operados a una talla imposible. Moloko no puede más que sentir envidia. Para llevar un traje de látex tan sumamente ajustado hay que tener un cuerpo perfecto y vaya si Sor Inés lo tiene.

Para que las demás no sospechen de su doble juego como agente infiltrada del cuerpo de policía, a Nicole Moloko le tocará hacer el paripé y simular estar muy ofendida como el resto de las hermanas gritando "Muerte al Patriarcado" y polladas varias. Algo más apartada, tumbada en una camilla, dos paramédicos atienden a una derrengada Sor Inés.

En honor a la verdad, nuestro inspector no se había imaginado tal devenir de los acontecimientos. 

Hace algunas horas, provisto de las coordenadas de la sede de la Hermandad y apropiadamente disfrazado del criminal Duque Blanco se personó a la hora indicada en unas de las salas secretas de las catacumbas de París. De los tres mil kilómetros que componen las catacumbas de la ciudad de la Luz, actualmente apenas se puede visitar el 0,5% de ellas de forma guiada. El resto es oficialmente inaccesible y está prohibido visitarlo bajo pena de altísimas multas. Nadie sabe a ciencia cierta lo que esconden sus pasillos secretos.

El salón de reuniones de la secta es una amplia bóveda de forma indefinida con una entrada principal y varias entradas secundarias a pasillos anexos. Numerosas velas hartas a llorar otorgan un ambiente ceremonial a la estancia mientras que la minimalista decoración de sus excavadas paredes en la roca se limita a cuadros de Sor Inés lamiendo un arma, o abierta de piernas mostrando la vulva al estilo del escandaloso óleo "El origen del mundo" de Gustave Courbet del mueso Orsay de Paris. Un cascado piano reina al fondo de uno de los recovecos. En el centro de la estancia, una mesa altar provista de dos argollas para maniatar a las hermanas díscolas y azotarlas. O quizás simplemente un elemento más para los numerosos juegos sexuales de la secta. El sordo ruido lejano e intermitente del metro de París viste el silencio a jirones.

Putain, a pesar de haber sido muy meticuloso, ha cometido dos errores garrafales, indignos de su persona.

El primero de ellos, no estar en posesión del crucifijo consolador de Santa Cataplina para negociar -una torpeza mayúscula- y segundo calzar una polla como la suya que, ante la visión de una decena de mujeres semidesnudas, optó por presentar sus respetos como buen invitado.

Sor Inés al certificar que no poseía el sagrado objeto, amigo de las frías noches de Orleans de Santa Cataplina, y certificar visualmente el desenfadado tamaño del bulto que asomaba por debajo de los ropajes, se acercó metralleta en mano y desenmascaró al noble inspector.

¡Ajá! ¡El inspector Arsène Putain nos la quería jugar! ¿De verdad, se pensaba que somos todas unas putas estúpidas a la que se les puede engañar de una forma tan vil? Sin crucifijo y cargado con una polla tiesa en un lugar sagrado como éste. Escam diaboli! Vergüenza le tendría que dar —exclama ofendida la madre superiora mientras se santigua.

¡Vergüenza! —gritan al unísono las hermanas que han empezado a arrancarle al justiciero agente de la ley los ropajes robados al Duque Blanco. Una hermana ha empezado a tocar un piano polvoriento, con muy mala ejecución, para darle más empaque a la escena.

Debajo de los ropajes, apenas viste nuestro héroe un adorable slip que apenas puede contener más un pollón ansioso de libertad que ni se intimida ni conoce el miedo. Su troncho permanece erecto y desafía con su grosor y su extrema dureza a las atónitas hermanas. No se le pueden poner puertas al mar.

Tanto el arma reglamentaria -el de verdad- como el teléfono móvil de nuestro inspector siguen escondidos a pocos metros de la sede, en un pasillo adyacente incrustado descortésmente en el tórax de un esqueleto. A pesar de la torpeza de Putain, aún queda la carta de la confidente Moloko que estará presente en la reunión como nuevo miembro de la Hermandad. La ex ladrona de guante blanco tiene orden de activar el tracking del móvil del inspector si la cosa se sale de madre, cómo al parecer está acaeciendo. Otra cosa ya será si el dispositivo tendrá señal suficiente a tantos metros bajo el subsuelo. En fin, Dios proveerá.

—Queridas Hermanas, no temáis. El inspector será debidamente castigado. No os quepa la menor duda. Atadle boca arriba al altar —sentencia Sor Inés. El Altísimo ha respondido a nuestras plegarias y, en su infinita sabiduría, nos ha entregado uno de sus más notorios servidores, sin duda el más pecaminoso de ellos, un sátiro despiadado disfrazado de hombre por el tamaño de su troncho. Obra, sin duda, de pactos impíos con el maligno. Deus nos defendat!

Las hermanas en corrillo alaban al Altísimo por su bondad y aplauden a rabiar. Una incluso descarga el cargador de una de su metralleta varias veces, asustando al resto de ellas como gatas parturientas.

—¡Joséphine! ¡Da buena cuenta de este farsante! Ahora veréis, queridas hermanas, que los hombres son débiles. Unos mierdas. Incapaces de expulsar al Diablo, atender nuestras necesidades y calmar nuestra picazón. Nada se puede comparar al consolador de Santa Cataplina de Orleans— ordena Sor Inés a la hermana Joséphine, su estimada mano derecha, cuyo hábito oscuro ya descansa en el suelo y se acerca sinuosa a la mesa dónde sigue amarrado Arsène. Unas medias finas de rejilla blanca y la ausencia de un sujetador perfilan su cuerpo. Su sexo depilado a láser es digno de ver. El tatuaje de un pene erecto dentro de un círculo adorna su pubis.


Agarra de la nudosa polla al buen inspector desde la base de falo y empieza a golpearlo enrabietada con la mano, sin parar de insultarle:

—¡Maldito cerdo vicioso! Vienes a violar la santidad de nuestra sede armado con esa polla, gorda como la manga de un abrigo de pana, dura como la penitencia de una virgen en casa del pecador. No te saldrás con la tuya tan fácilmente. ¡No, esta vez no! —sentencia la enaltecida hija de la muy noble familia de los Mont-Armagnac, levantando el dedo índice mientras trata de golpear con la otra mano abierta la tranca erecta del buen inspector.

Para mayor sorpresa de la señorita Mont-Armagnac, el pene de Putain esquiva las primeras palmadas y la mano enguantada golpea dos veces seguidas el aire. Joséphine indignada, aprieta a Putain los testículos con más fuerza, y tras masturbarle con violencia, empieza a lamer el miembro del adalid de la justicia. A pesar de no ser la primera polla que ha chupado y su devoción en comerse los sables enteros es legendaria, a la rubia Joséphine le sigue disgustando el sabor del esperma.

Tras unos fútiles minutos, queda totalmente descartado que se corra en su boca. "Una vez sienta la tranca hincharse y amagar con eyacular, permitiré que la polla -como mucho- se corra en mi mano, a lo sumo en mi mejilla", piensa la rubia hermana.

A pocos metros, Sor Inés observa impaciente y le indica a Sor Larissa con un dedo que se acerque.

A Joséphine le está costando muchísimo que el azote del mal eyacule y la va a dejar mal delante de Sor Inés y todas las hermanas. Abraza con sus labios el glande del inspector y empieza a succionarlo aun a riesgo de que se corra en su boquita de piñón. Siente las venas bombear pasión. Tiene que estar a punto de caramelo, pero aun así se resiste el muy rufián.


—¿Qué pasa? ¿Por qué no se corre, Sor Joséphine? —le susurra la superiora al oído mientras sonríe disimuladamente a las demás hermanas—. Vas a conseguir que se rían de nosotras el resto de las hermanas y pongan en duda nuestra fe en Santa Cataplina. ¡Haz que se corra ya, pedazo de puta! —exige empujando la cabeza de la monja contra la nervuda polla.

Joséphine asiente con la polla de Putain en la boca. Vuelve a apretarle los huevos. No le puede quedar mucho. ¡Nadie se le resistido tanto!

Sor Larissa se ha acuclillado cerca de ella y ha empezado a ayudarla, succionando y mordiendo los huevos al indómito inspector. Joséphine no solo está muy dolida en su amor propio sino además ofendida. Ya se podía hacer esperado el zorrón de su amiga. Por los pezones erectos de la hermana Larissa, no es ésta la peor de las plazas de toros dónde le ha tocado faenar. Seguro que estaba deseando meter baza o la boca. Es muy puta, desde siempre.

Ahora sí, Joséphine siente en la lengua las primeras perlas del esperma en la punta del glande de Putain. ¡Por fin se está empezando a correr! Quiere apartar la boca, pero siente la fuerte mano de Sor Inés aprisionándola el cuello.

La superiora ha dejado muy claras sus intenciones. Que el inspector se corra en su boca de puta inepta. Joséphine empieza agitar la mano derecha como si le indicara a un hipotético coche que adelante mientras las ostentosas lechadas de Arsène inundan su boca y garganta. Sor Inés sigue amarrando firme su nuca y da comienzo a una serie de rezos que encuentran acompañamiento instantáneo en el resto de las hermanas, a excepción de una -Moloko- que simula toser. Larissa sigue a lo suyo chupando los huevos como si fueran unos mochis recién salidos de la nevera.

Joséphine no es tonta -solo un poquitín puta- y entiende la jugada de inmediato. La superiora no desea que la inevitable y espectacular corrida se desparrame por la sala poniéndolo todo perdido y abriendo la puerta a la duda o del deseo al resto de la congregación. Sólo una polla flácida y derrotada puede y debe abandonar la cálida boca de Sor Joséphine. Otra cosa sería un escándalo.

La hermana traga resignada, latigazo tras otro de denso esperma de Putain. Recordaba el sabor del semen más plomizo, y se sorprende del exquisito sabor de la masculinidad del inspector. Quizás sí que le deba dar otra oportunidad a la próxima polla que le toque chupar. Quizás disfrutar de la simiente masculina no esté tan mal después de todo. Se relame. No le va a dejar ni una gota de esta riquísima lechada a Larissa que tiene más vicio que la garrota de un viejo. Al contrario que ella, obligada por el deber a la casta Sor Inés. 

Larissa no para de reírse. Le debe hace una gracia inmensa que un hombre se descargue en la boca de otra. Eso sí, la muy puta no ha dejado de chupar los huevos. A este paso se los va a dejar lisos.

A pesar de los esfuerzos de Joséphine, al retirar la ordeñada tranca del inspector de su boca, ésta no ha perdido ni un ápice de la dureza a pesar de la colosal corrida y golpea en el rostro a Larissa. Es más, tras la eyaculación, parece incluso más lustrosa que antes. Brillante, bien salivada, con ganas de dar más guerra. Como un lápiz afilado el primer día del colegio de un niño. Larissa resignada, cierra los ojos y saca la lengua, sólo para ser reprendida por Sor Inés.

Las demás hermanas al percatarse del hecho empiezan a darse codazos unas a las otras y cuchichear. Quizás el consolador de Santa Cataplina no sea tan exclusivo. Quizás no sea tan poderoso después de todo y sí que hay pollas capaces de obrar milagros.

—Esto es un sindiós —piensa para sus adentros Sor Inés y se encamina decidida al inspector.

Aparta de un empujón a las muy putas hermanas, e ineptas, Larissa e Joséphine. Se sube a la mesa, abre la cremallera inferior de su traje de látex para permitir la penetración de Putain y le empieza a cabalgar como una posesa. Bragas ni lleva ni se las espera. A la guerra no se va con artificios ni con adornos.

—¡Queridas hermanas! ¡Os demostraré que, si la fe es pura, ningún hombre es digno! Ego ostendam tibi fidem! ¡Ninguna polla por muy gorda que sea, puede hacerle sombra al consolador de Santa Cataplina! Ninguna... —grazna Sor Inés para pararse en seco tras sentir una inesperada explosión de placer. No sólo se ha olvidado retirar las bolas chinas antes de la penetración que llevaba ocultas en el interior de su vagina, sino que además el cerdo desconsiderado del inspector tiene una polla nervuda mucho más gorda de lo que se podía imaginar. De una estocada y le ha ensartado tanto la polla junto a las bolas chinas hasta lo más profundo de su alma y del sacro mondongo.

Sor Inés apenas puede hablar. Qué placer más animal. Golpea con ambas manos el pecho del inspector. Le insulta. Le llama de todo menos bonito.

—¡Cerdo!¡Alimaña!¡Diablo! —jadea la superiora mientras su primer orgasmo la sorprende— ¡Hermanas, no tengáis duda alguna, el sacrificio que estoy haciendo por vosotras es máximo! ¡Mi fe es enorme como la polla de este cabrón insolente! ¡Me corro, joder!

Sor Inés fiel a su palabra, se alivia una segunda vez ostentosamente para la sorpresa de las hermanas. Siente las manos del inspector golpear sin piedad su culo cincelado tras arduas sesiones semanales de cross-fit. 

—¿Cómo es posible? ¿No estaba encadenado? —piensa horrorizada Sor Inés, al comprobar los grilletes caídos en el suelo y que Putain la está sacudiendo como una bolsa llena de arena. Jamás se había sentido tan ultrajada.

Arsène levanta con los musculados brazos en volandas a la atónita hermana superiora y la coloca de boca abajo en el altar, de espaldas a él. Le abre la cremallera del traje hasta la parte inferior de espalda a la líder de la hermandad y se la mete por el culo sin pedir permiso ni dejar de agarrarle las tetas.

—¡Cabrón! ¿Cómo te atreves! ¡Soy virgen! —grita Sor Inés ayudando con sus manos a apartar los cachetes del culo para una mejor y más profunda penetración, al tanto que baja la espalda y sube el trasero—¡No pares ahora, me cagüen en tu puta madre, joder! Satyri!¡Fóllame, hasta el día del juicio final, hijo de puta!

La madre superiora es, desde luego, una deslenguada cuando se le follan. Y de virgen, naranjas de la China. A pesar de la estrechez del ojal de Sor Inés, no es la primera polla que le han metido por el confesionario. Ahora que Arsène ha dejado de tocarle las gordas tetas a la hermana, pechos sabiamente operados y sin costurones, con ambas manos -su polla no necesita guía- aprovecha éste para sacar con la diestra la ristra de bolas chinas del empapado higo de la religiosa. Eso sí, la polla no la descorcha del culo. Las bolas abandonan con diminutos plops y chorretones de corrida femenina el interior de la hermana. Cada vez que una bola ve la luz del día -es un decir a tantos kilómetros bajo el suelo- Arsène le mete otro despiadado y demoledor pollazo en el trasero para compensar.

Tras retirar la última bola china, Putain saca el endurecido miembro a punto de estallar del culo y lo clava en el higo de Sor Inés con un sonoro splash. Los labios vaginales de Sor Inés se hunden junto a la polla del inspector dentro cómo un ancla en alta mar. Tras algunas breves estocadas, eyacula como un alce en celo al tiempo que desgarra el traje de látex del trasero con ambas manos como si estuviera nadando a braza. Tiene la superiora un culo divino en forma de corazón invertido. Sor Inés siente que la manga pastelera de la polla del pecador Putain está desbordando con espesa nata su delicada tartaleta. 

¿Cuándo va a terminar de correrse? —piensa desmadejada la líder del culto, a punto de desmayarse de placer —. Este hijoputa me deja preñada. Es como una barra de hierro golpeándola sin piedad.

Al caballero justiciero se la ha puesto durísima la hermana con la tontería de insultarle. Que le va a hacer. A estas alturas de la vida, va a resultar, que se está haciendo más espiritual.

Con la polla dando sus últimos enrabietados espumarajos de esperma, Putain retira su deshinchado miembro de la sacristía de Sor Inés y lo restriega en los castos cachetes de la revolucionaria como quien hace fuego entre dos pedruscos. Antes de rendir la plaza, una postrera eyaculación deja una simpática nota de color en el culo de Sor Inés, más rojo que un mitin del partido comunista. Nuestro valeroso inspector deja que su fiel ayudante descanse encima del trasero cual niño en los pechos de una amorosa madre.

Con el rabillo del ojo ve entrar en tropel una decena de policías en la estancia liderados por una imponente pelirroja pegando gritos. Ninguna hermana ha prestada atención a las entradas, estando a todo menos a lo que hay que estar. Agilipolladas. Así les va. A ella ya todo le da igual. Está en el puto cielo. Pan y circo.

A la pobre Sor Inés se le funden los plomos y cae rendida. Ni Santa Cataplina ni ostias. Amén.


Despacho de Babette Fournier - Algunas horas más tarde.

Arsène entrega el pertinente informe en el despacho a su Babette Fournier. Otra muesca más a su exitosa carrera. Así, sin apenas despeinarse. El hecho de ser calvo hace la expresión incluso más divertida.

La experiencia es una hábil consejera y sabe que la hermandad sólo se la podrá denunciar por pertenencia a banda armada, posesión de armas no reglamentarias y, en todo caso, actos sexuales no consentidos. Pero siendo la mayoría de las integrantes partes de la aristocracia europea, volverán a casa con una reprimenda, una generosa donación por parte de los nobles al cuerpo de policía parisino para enmascarar el escándalo y una deuda eterna con la comisaria Babette Fournier por hacer la vista gorda.

—Inspector, queda en sus manos, denunciar a la Hermandad por tocamientos impúdicos. Hecho que le recomiendo que desista puesto que usted mismo afirmó que se liberó de los grilletes al poco tiempo ante multitud de testigos y que podría haber evitado fácilmente los pérfidos actos sexuales a los que se vio obligado a participar —aconseja Fournier jugando con su corbata.

Putain asiente y firma el acta. No denunciará. Con los cargos que presentará el fiscal, Sor Inés irá a parar a la cárcel con toda seguridad. Se le acusará de instigación a la violencia y un delito de asociación ilícita entre otras lindezas, pero habiendo sido monja de clausura en el pasado, la pena que le pueda caer, a la sombra y encerrada, será de fácil cumplimiento. Las demás integrantes de la Hermandad se harán las víctimas y se acabarán yendo de rositas. Tiene todos sus nombres y direcciones en el expediente. Se pasará, un día de éstos, por sus domicilios para que le den las gracias también a él por hacerse el tonto. En cuanto al Duque Blanco, le detendrán en cuanto el Juez Dupont les haga llegar la orden de arresto.

—Dime Arsène, tras un día tan exigido, ¿aún te queda algo de tinta en la pluma? —pregunta Babette Fournier como quién no quiere la cosa, despejando su escritorio de papeles y retirándose una díscola coleta pelirroja—. Recuerdo con sumo agrado la paja que te hice las navidades pasadas bajo la mesa en el restaurante, pero claro las circunstancias eran otras. Llevo unas semanas muy estresada y quizás puedas echar una mano a la buena de Babette, tu querida jefa que siempre ha estado a tu lado y te ha cubierto las espaldas.

Arsène sin mediar palabra alguna, cierra con pestillo la puerta del despacho, y empieza a desabrocharse la cremallera. Su nervuda polla, ya recuperada tras sus dos horas de descanso de rigor, presenta credenciales suficientes para ese último acto a la ciudadanía en general y al cuerpo de la policía en concreto. Mise en place como dirían los franceses.

—Putain, ¿qué le das a comer a tu tranca? —balbucea una sorprendida Babette Fournier mientras se baja ansiosa las muy enrolladas y mojadas bragas y se las entrega. Es tontería hacerse la tonta y luego buscarlas como una loca por el despacho. No es mal sastre el que conoce el paño.

El último pensamiento de Putain antes de perderse entre los prietos muslos de su jefa, es si la tardanza en actuar de la policía de París en las catacumbas no hubiese sido un plan de Moloko para tocarle los huevos, esperando que pegase un gatillazo y hacerle quedar mal ante las hermanas. Seguro que sí. Intuye que Moloko a pesar de su reconversión juega en otro liga.

Puta Moloko.

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¡La banda sonora de "Las adoradoras del miembro erecto"!

Ghost - Mary on a cross


Dr. Alban - Sing Hallelujah


No te pierdas todas las aventuras del intachable inspector Arsène Tiberius Putain bajo el siguiente enlace o en su libro recopilatorio de próxima publicación.


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Comentarios

  1. Me encanta este intachable inspector. Deseando verlo publicado en un libro.

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