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Videoclub Michelle (con Luis Fernández)

EXCLUSIVO PARA MAYORES DE 18 AÑOS




    Tal como había prometido Colette, la mejor y más espectacular parte de la cinta era a partir del minuto 46. Pero antes de que lleguemos a esa cuestión, habría que contar bastante más cosas.

    Cómo era costumbre, cada viernes, tras salir del instituto, me me dejaba caer por el videoclub para hacerme con las últimas novedades. Os tengo que recordar que antes, cuando yo era joven a finales de los años ochenta, no existían ni Netflix ni Amazon Prime, y la idea del streaming era impensable. ¿Internet? Era música del futuro y tan lejano como llegar a Marte. Bastante teníamos con tener teléfono en casa como para tener Internet. Los canales públicos eran un rollazo. Con suerte tenías un puñado de ellos que te hinchaban a anuncios. Si, además, tampoco tenías demasiado dinero para ir al cine regularmente o te los gastabas en otras cosas, te ibas al videoclub de tu barrio a ver "cine".

    El videoclub Michelle era un local dónde podías alquilar por un módico precio un largometraje en formato VHS o Betamax (ya sé que estás tecnologías no os dicen nada), y años después, ya en DVD. Antes de poder llevarte la cinta a casa, tenías que hacerte socio, dar el DNI para evitar fraudes y cobrarte de más en caso de que te retrasaras al retornar la cinta. Tenías 24 horas entre semana y 48 horas los fines de semana para ver la cinta y devolverla al local. ¡Y tenías que traerla rebobinada, si no te cobraban un plus!

    Si no llegabas súper tarde (mi caso casi siempre) pillabas las novedades y no te tenías que confirmar con el último bodrio de acción de David Carradine o una cinta de terror con un numeral a partir del cuatro. ¡Ah! Se me olvidaba y es importante: También existía una sección dentro del local, normalmente era un cuarto tapado con una discreta cortina, dónde estaban las películas X. Las pornográficas. Las prohibidas. Las buenas. Y objeto del deseo de los chavales. Nunca entrabas en ese cuarto si te estaban viendo y menos si no tenías la edad. Un cartelón del tamaño del anuncio de Schweppes de la Gran Vía de Madrid con la sentencia "Sólo mayores de 18 años" te disuadía vehemente de ello. Por supuesto había formas de acceder a ese cuarto sin pasar la mayor de las vergüenzas y hacerte con una de las cintas prohibidas. Dependía básicamente si estaba Jérôme, el dueño, en el mostrador o en cambio su joven esposa Colette. Os lo explico.

Colette (en realidad se llamaba Marie Colette Dubois) me tenía loco de deseo. Jérôme y ella se habían casado hace algunos años y, a pesar de vivir ya bastante tiempo en España, ella no se había podido deshacer de su marcado acento francés. Él, en cambio, lo había perdido completamente. Era ella bastante más joven que el bueno de Jérôme. A mí me encantaba como Colette chapurreaba en castellano. Como adornaba cada palabra con la coletilla "oui". Cada vez que me hablaba, apenas podía aguantarle la mirada, tenso como un muelle, se me subían los colores cómo si tuviera fiebre y empezaba a tartamudear como un idiota. Me sentía como un mimo francés con una flor mustia en la mano. Y eso que ya había pasado los 17 años. Ella me miraba intrigada con su coqueta melena corta castaña mientras se reía de mi indisposición y le daba una calada a su cigarrillo Gauloises.

    Fumar Gauloises era para los franceses un asunto patriótico. La marca estaba irremediablemente asociada a los soldados de la infantería francesa de las trincheras y la gloriosa Resistencia. Y sí, también se fumaba antes en los locales.
    Sólo ver la marca dejada por su rojo carmín en la boquilla de su pitillo y cómo volvía a darle una larga calada al afortunado cigarrillo con sus carnosos labios color rojo infierno, me traían por el camino de la amargura. Tal visión conseguía levantar en armas de inmediato mis partes más nobles dispuestos a luchar en cualquier guerra que se presentase.

    "Quelle beauté", decía simuladamente mientras observaba de reojo como mi polla se desmelenaba en mi bragueta. Colette apartaba la vista y volvía a hojear desinteresada su revista de moda mientras con un lapicero se arremolinaba un brizna de cabello tras la oreja. Sin duda, le divertía el poder que tenía sobre mí. Sus ojos claros eran culpables del calentamiento global, o al menos del mío, aunque por aquél entonces eso no se sabía. Sus esponjosas y regordetas botas de vino, que tenía por pechos, abultaban libidinosamente sus ajustadas blusas de seda. Por supuesto que nunca llevaba sujetador. ¿Para qué? Sus tetas hubiesen resistido un huracán sin perder la compostura. Olía a membrillo maduro, a la brisa del atardecer de la primavera. Su ajustada y apretada falda negra de cuero le hacía el amor a su culo de continuo y sus impertérritos botines negro pecado, la hacían inaccesible para el vulgo.

    Ni falta hace mencionar que su videoclub era el más visitado de esta parte de la ciudad. No pocas mujeres decían que ya se podía tapar un poco más la muy guarra. Hasta Blas, el joven cura del barrio, tuvo que venir a analizar la impía situación para marcharse con cajas destempladas poco después. Jérôme dijo que el que no quisiera entrar en su local que no entrase, pero que se dejaran de gilipolleces las mal folladas de las parientas. Bueno, no sé si lo dijo textualmente así, pero parecido. Y tampoco sé si lo dijo Jérôme o Blas viendo a esa criatura divina del Señor que era Colette.

    Este fin de semana no iban a estar mis padres en casa, así que si estaba Jérôme, como preveía, me colaría en el cuarto prohibido, cogería una o quizás dos películas. Para disimular las pondría entre la primera y la última cinta de las aburridas cintas normales. Un plan maestro. Hoy tocaba escondida entre "Lord Crime Parte II" y "Carne de cañón: La venganza", la exquisita "Dentro de Sunny Peaches". Entre hombres nos entendemos, no hacemos preguntas, y con una sonrisa estaba todo dicho. Y Jérôme, un santo, aun sabiendo que no cumpliría los 18 años hasta dentro de cinco meses, me las cobraba y las metía en bolsa de plástico opaca y sanseacabó. Cerrábamos nuestra pequeña travesura inclinando la cabeza y con una sonrisa. El problema era si estaba la bellísima Colette, entonces me achantaba y no me atrevía a alquilar nada más que las películas normales. Bastante tenía con no darme de bruces con la puerta.

    Y así era el plan. Jérôme presente, película porno al canto. Colette presente, película de terror o acción. Fácil. Hasta que Colette me pilló en la habitación prohibida, echándole un vistazo a mi próxima víctima. Jérôme y ella habían cambiado el turno.

    —¿No eres demasiado joven para alquilar este tipo de películas de Papás y Mamás?
    —Es una prueba de valor que he hecho con unos colegas —respondí muy avergonzado, mientras intentaba volver a colocar la carátula en la estantería tirando de paso toda una fila de otras cintas porno en el intento. Desparramadas por el suelo Taija Rae sentada en una silla de mimbre, Ginger Lynn encima del capó de un coche y Hyapatia Lee vestida de india—. Perdone, señorita. 

    Ella se reía, y no dejaba de repetir oui, oui mientras se inclinaba y recogía en cuclillas, una a una, todas las carcasas del suelo. La estrecha falda apenas podía ocultar sus delicadas bragas color marfil y me llego su delicada esencia íntima de una mujer adulta, mezcla de voluptuosidad, perfume caro y calor húmedo, no sé si me entendéis. Se entretuvo en la película que había querido alquilar, le dio la vuelta para ver la sinopsis y esgrimió una picara sonrisa.

    —Llámame Colette.  No te saco más de diez años, así que no soy tan mayor para no tutearme, chérie. Te guardaré el secreto, ¿oui? Pero prométeme que la próxima vez que tengas una apuesta tan especial me lo digas, ¿d'accord? La actriz de esta película, Sunny Peaches, es francesa, de París como yo y muy guapa. Me encantan sus interpretaciones. Son muy naturales. Es espontanea como una lluvia al atardecer.

    Asentí, salí del habitáculo del placer prohibido y para simular cogí de la parte legal, una de terror de unos bichos carnívoros venidos del espacio que, creo, te comían el culo y me fui a mi casa. No tendría la película porno pero no iba a pasar la ocasión para masturbarme con la gloriosa visión de las bragas de Colette. Me imaginaba que ella levantaba el culo y yo le metía mi venosa polla. Que me corría una y otra vez encima suya mientras no dejaba de arrearla el culo.

    ¿Si tenía novia por aquel entonces? Sí, y tampoco era virgen del todo, mi novia me la chupaba, pero las porno las veía solo, me deba vergüenza verlas con mi novia Alma. No quería que se pensase que era un degenerado. Y así transcurrían mis días entre los estudios, la ilusión de hacerlo a pelo con Alma algún día, alguna chupadita o tocarle las tetas en el parque cuando salíamos a pasear. Le pregunté, una vez que, si se la podía meter entre las tetas, que estaba fatal de dolor de huevos. Me contestó que eso sólo lo hacían las putas en Francia. Pues vaya. Que si eso, que me la meneara sólo viéndole las tetas que las tenía bastante gordas para su edad. Menos da una piedra y pajas con menos me había hecho.

    Así transcurrieron muchos meses, dónde yo no faltaba a mi cita de los viernes y dependiese de quien estuviese tras el mostrador me llevaba los bodrios acostumbrados protagonizados por Bo Svenson o las películas prohibidas (si estaba Jérôme). Aún no me atrevía a aceptar la propuesta de Colette. Era un corte de la ostia.

    Había días que ella me ignoraba por completo, cómo si no me conociera de nada. Fumaba tranquilamente, cruzada con sus piernas embutidas en las medias negras de rejilla tras el mostrador. Yo deseaba hablarle, empaparme de ella, llevarme su imagen de femme fatal a mi cuarto y hacerle de todo. Aún hoy no sé qué pensar de ello. ¿Es una guarrada masturbarse con una persona "conocida"? ¿Las estás faltando el respeto? ¿Estaba siendo infiel a Alma si me la meneaba con una persona "real"? A mi encantaría que alguien se corriese pensando en mí, no hay nada de malo en eso. No tengo ni idea si las mujeres piensan igual. No me atrevo a preguntar.

    Alma se había ido al pueblo de Los olmos de San Juan en Ávila con sus padres y los míos estaban todo el finde igualmente fuera. La ocasión la pintaban calva. Cogí la última de Chuck Norris, otra de terror de unos bichos satanistas en una universidad estadounidense y una porno de la señorita maciza Peaches, la vecinita que todos quisiéramos tener, algo así como "El lupanar de Sunny". Colette no estaba. 

    O eso pensaba. Pero al salir del cuarto, ahí estaba, tras el mostrador, pintándose las uñas y me iba a pillar otra vez. En el exterior llovía a mares, y nadie en su sano juicio se habría ido del videoclub hasta que no escampara. Relámpagos iluminaban el local. La iluminación empezó a flaquear. Ella miraba curiosa por la ventana. Desprendía un calor que aún hoy me la pone durísima. Al amparo de las penumbras, deposité las películas en el mostrador, en un alarde de valor.

    Las recogió con sus finos largos dedos de uñas perfectas, alzo una ceja, y se detuvo una eternidad mirándome y fumando. Estudiándome. Me echó el humo a la cara. Después le dio la vuelta a la carátula de la cinta pornográfica. Volvió a esbozar una sonrisa y me afirmó que sí que era cierto que me gustaba mucho la actriz.

    —¿Ves las películas con tu novia? — me preguntó intrigada mientras se encendía su enésimo pitillo y buscaba la película en el cajón.
    —Lo hemos dejado — la mentí.
    Ah, ¿entonces vas a estar solo esta tarde? Entonces espérate —se levantó y se dirigió a la trastienda y empezó a trastear en unas cajas. Yo no podía evitar regodearme en su culo. Las veces que se lo habría follado el marido. Qué suerte tenían algunos —. Llévate ésta de acción gratis. Tiene escenas algo subidas de tono, pero un chico como tú seguro que puede lidiar con ellas. A partir del minuto 46 se pone muy interesante.
    —¿Me prometes que la verás solo y que la devuelves antes de que cierre hoy, chérie?
    —Sí.
    —Y me tienes que decir si te ha gustado, honnêtement. Es mi película favorita.

    Llegué a casa mojado como un perro, calenté una pizza, y me dispuse a ver la cinta con el anodino título de "Camarada Soviet III: Los perros de la guerra". Malísima. No sabía cómo podía gustarle una película así a Colette. Pero a partir del minuto 46… madre mía.


    La película quedaba interrumpía por una grabación amateur de unos carnosos labios lamiendo una imponente polla negra en primer plano. Gruesas gotas de pastoso semen resbalaban lentamente por un falo negro para terminar en el puño de una Colette, mucho más joven que en la actualidad. Eso no es impedimento para que deje de aniquilar esa monstruosidad de polla, a pesar de que el negro se debe haber corrido hace rato. Arriba y abajo… hasta los huevos. Y otra vez. Y otra vez. Desde la punta del blanquecino glande, pasando por las gruesas y marcadas venas para terminar devorando la polla al completo. No daba crédito a mis ojos. No sólo como Colette era capaz de acoger al completo tal morcilla en su boca, si no por el hecho de que definitivamente no era la polla de su marido.

    Al fondo un hombre desnudo masturbándose en un sofá color burdeos le parece decir algo. Colette se incorpora grácilmente, deposita la vencida y desahuciada polla, limpia como la patena, a un lado y se dirige hacía el hombre. Tampoco es Jérôme. Colette no está desnuda, lleva unos ligueros y tacones que realzan sus piernas aún más de lo jamás hubiese podido imaginar. Descubro en la mejilla derecha de su culo un pequeño tatuaje de dos cerezas. Mi diosa escupe sobre la palma de su mano, y restriega su saliva sobre el erecto miembro del afortunado que está al rojo vivo. Su miembro parece a punto de explosionar de deseo. Se sienta encima suya y le empieza a montar pausadamente frente a la cámara. Con toda la intención del mundo, la francesa, alza las caderas para que la dura tranca se descorche de su vulva y caiga envuelto en líquidos vaginales sobre un muslo del hombre. Su semblante sabe que esta vil acción está haciendo sufrir al hombre. Colette agarra de nuevo el miembro del hombre y se vuelve a introducir la gorda y roja volcánica polla del cuarentón en su sexo. Se empieza a lamer sus pechos puntiagudos y morderse los pezones mientras acelera el ritmo de cabalgada. No se llega a ver al hombre que está siendo "castigado" de una manera tan vil. El frondoso conejo de la dependienta del videoclub es tupido pero aseado coquetamente dentro de su frondosidad. Amplios goterones de líquido preseminal del hombre humedecen el vello púbico de la señorita Dubois creando graciosos caracolillos. La sorpresiva presencia firma de dos manos en las caderas de Colette, para después desgarrar con extrema virulencia ambas medias, me indica que el hombre se ha corrido ostentosamente dentro de ella. Ella le recrimina algo y se levanta. Las medias desgarradas se deshojan a media altura de sus piernas. Una voluminosa corrida abandona silenciosamente su vulva. A borbotones. Me percato por primera vez que el video no tiene sonido. El hombre de la larga barba canosa, agotado tras suya, se hunde en el sofá como un peso muerto. Su polla permanece unos segundos firme como un perrito de las praderas para caer desmayado y perderse en el vello púbico salpicado de briznas plateadas del hombre.

    Colette se enciende un cigarrillo, y le da un puntapié con uno de los tacones al hombre en las costillas para indicarle inequívocamente que deje el sofá libre. Amplias y antiguas manchas de semen adornan el sufrido sofá mientras las últimas gotas de leche del hombre ponen de su parte en la decoración del sofá. Más de uno se ha corrido aquí. El hombre avergonzado recoge sus cosas mientras la francesa se abre de piernas y se empieza a masturbar. Sus muslos y culo están llenos de moratones.
    Colette no hace el amor, Colette folla. Ahora sí la cámara se acerca algo más para brindar un mejor plano de sus labios vaginales hinchados. Su vello púbico tiene restos de pegajosa corrida en forma de minúsculas perlas de semen. Su pepitilla baila como un corcho en una embravecida mar al roce de sus ágiles dedos finos. Otro hombre se acerca. 

    Esta vez sí es Jérôme, le indica algo, ella asiente y al poco su marido trae una copa botella de champán que le entrega. Ella sigue masturbándose mientras se apura la copa, escupe la última parte del contenido sobre su sexo. El marido se está masturbando frente a ella. Colette se corre entre exagerados aspavientos mientras Jérôme excitado por la situación, arrima su polla y se descarga pegando su glande al pezón del pecho derecho de la francesa. Una amplia eyaculación largamente contenida (sin duda también por el aro fálico que abraza la polla del dueño del videoclub) salpica los pechos de Colette como un aspersor averiado. El hombre de la cámara, supongo que es el negro de antes, apaga la grabación mientras se acerca de nuevo a Colette que aparta sus blanquecinos muslos con marcas amarillas y azuladas de anteriores colisiones sexuales, esperando la irremediable estocada de carne del moreno. Que aún quede esperma de las anteriores corridas parece importarle bien poco.

    El capitán Ivan Andreyevich alias Camarada Soviet vuelve a la pantalla para hacer estallar con una bazuca a un terrorista barbudo al grito de que nadie le toma el pelo a la Madre Rusia y que da por zanjadas las conversaciones de paz. Agarra su moto y se dirige a un bosque en llamas. Se pone de pie con la moto en marcha, y va soltando granadas a doquier como quién reparte caramelos en la cabalgada de los Reyes Magos.

    Paré la cinta. Acababa de ver la primera y sin duda la mejor Sex Tape de mi vida. Tenía una erección descomunal que, por cierto, no se debía al camarada ruso. Miré la hora. Me quedaban apenas 20 minutos para llegar al videoclub antes de que cerrase Me apresuré, aunque el dolor de huevos que calzaba me enloquecía a cada paso. El kilómetro que separaba la casa de mis padres de Colette se me hicieron diez pero había hecho una promesa y la iba a cumplir. ¿Lo que iba a decirla? Ni idea.

    Eran casi las nieve de la tarde noche cuando llegue sin aliento al videoclub. Colette se estaba fumando como costumbre un Galouises y se le iluminó la cara al verme. Me dio la sensación que se había arriesgado una baza sin tener las mejores cartas. "Pasa", miró tras mía y cerró la puerta tras ella. Echo el candado, y apagó las luces. Estaba descalza. Que hermosura de pies. No te espera nadie en casa ¿oui?

    Acto seguido, me desabrochó la bragueta, y con la mano que le quedaba libre me agarró fuertemente de la polla y me llevó como un pingüino a la trastienda, repleta de cajas. Tenía una mirada felina, como quién acababa de matar a Bambi. Yo ni paulo mi maulo.

    —Aquí estás. No estaba segura de que vinieras, pero algo me decía que eres de fiar. Ahora dime… Qué te ha gustado más, puesto que a tu amigo aquí abajo parece estar bastante contento —me dijo mientras golpeaba con su dedo índice mi glande, escupía una salva de saliva sobre su mano para continuar masturbando con dos dedos sólo el capullo. ¿Te ha gustado como se ha corrido Antoine en mi boca? ¿Te has corrido tú alguna vez en la boca de alguien?

    Le confesé que no. Aplastó su cigarrillo en un cenicero Cinzano a rebosar de víctimas de que estaba encima de unas cajas y se levantó la blusa. Sus pechos eran como dos tartaletas de nata coronadas con dos gordas aureolas en forma de galletas cookies de chocolate. Me empujó sobre una fila de cajas llenas de películas viejas y se terminó de desvestir. Recogió con elegancia sus húmedas bragas con una mano y me las metió en la boca. Estaban ardiendo como cuando sacan ropa de una lavadora a falta del programa de secado. Me ordenó que no dijera nada. Tampoco hubiese podido hacerlo.

    Se sentó a horcajadas sobre mi polla y me cabalgó sin piedad. No preguntó nada más. En la radio sonaba una canción francesa distorsionada por la intensa lluvia que golpeaba con virulencia los escaparates del local. La cabalgada era tan violenta que nos desplazamos cada vez más contra la pared. Yo solo deseaba que no sacará a mi jugador más importante del campo como lo hiciera con el hombre en la cinta. Me hubiese corrido, sin duda, de inmediato.  Cajas con cintas a ambos lados templaban con nuestras acometidas. Sus pechos golpeaban mi rostro. Di buena cuenta de sus aureolas en forma de gruesas rodajas de piña, igual de dulces, de las que agrietan con su sabor tus labios. Mi dolor de huevos era espectacular e intuía que mi polla iba a explotar dentro de ella de un momento a otro.

    Como si hubiese podido leer mis pensamientos, se detuvo para sentarse en mi cara y tirar de mi cabello. Le lamí y mordí la pepitilla con devoción, con la religiosidad de un monje de clausura. Colette jadeaba agradecida y para mi sorpresa se encendió un pitillo mientras mi cara seguía hundida en su infernal húmedo calor. Echó el humo hacía el techo y se corrió sin preguntar. Su modus operandi. Una explosión de salvaje y oloroso calor inundó mi rostro. Extraordinario sabor salado. Mis labios se hartaron a beber acogiendo su más preciado regalo, su Maná. Que maravilloso es sentir el intenso olor y sabor de una mujer al correrse. Sin pararse ni un momento, restregó sus labios vaginales por mis ojos, nariz y boca. Estaba en la gloria.

    Mon ami, ahora ya puedes descargarte, pero te advierto que esta gatita parisina le gusta mucho beber leche, así que tú verás como te organizas —me dijo arrastrando las palabras como tanto me gustaba mientras hacía pucheritos.

    Para evitar meterme en líos posteriores, agarré mi desesperada polla con ambas manos y se la metí de una tacada hasta el fondo de su garganta. Ella me chupó la polla como nadie jamás lo ha vuelto a hacer en toda mi vida, entre chupada y chupada, le daba largas caladas a su cigarrillo. Las francesas para eso son las mejores. Por algo se llama hacer un francés. Con cada chupada se paraba, me miraba y parecía buscaba mi aprobación. Cosa del todo incierta e innecesaria. ¿Te está gustando? Por supuesto que me gustaba, me estaba volviendo loco de placer. De nuevo se paraba y me miraba ¿Me paro? Yo gruñía. Incapaz de aguantar mucho más, le pedí permiso para correrme. Ella me dio el beneplácito con los ojos. Entiendo que hablar con una polla en la boca no debe ser nada fácil. Cuando Colette llegó de nuevo con sus labios a la base de mi falo y subía con su lengua extendida como quien disfruta del último helado del verano, ya no pude más y me descargué como un titán. Fue cono soltar peso. Liberado. Ni una queja por parte suya. Se lo tragó todo, sin rechistar. Lo mismo que había visto horas antes hacérselo al negro, me los estaban haciendo a mí. Me había acabado de correr y ella seguía chupando, lamiendo, mordiendo. Adorando mi polla como la última cena de un condenado a muerte. Mi tranca dolorida y a la vez agradecida por el trato dispensado volvió a erguirse generosa en la calidez de su boca.

    Colette dejó de chupar, y me llevó está vez al cuarto prohibido. Descorrió la cortina de un golpe. Ésta se descolgó de la violencia y quedó a merced de dos indignados aros. Me tiró al suelo y me susurró al oído mientras mordía mis lóbulos:

    —Fóllame, chérie. Aquí delante de todas las películas que tanto te gustan. Imagínate que soy la puta ladrona Nicole Moloko alias Sunny Peaches y que tú, el inspector insobornable Arsène Putain por fin me vas a meter en chirona, no sin antes meterme otra cosa como escarmiento. Por todos los dolores de cabeza que te he ocasionado, persiguiéndome por los tejados de París.

    Se puso a cuatro patas, levantó su culo perfecto de nuevo marcado por moretones recientes y con la mano derecha se apartó los húmedos labios vaginales. ¿Trato? Y por favor ne faites pas l'imbécile preguntando si te puedes correr dentro, eso ya lo hemos hablado. Punto. No somos niños que debamos pedir permiso.

    Le respondí que así haría y que Sunny Peaches no era ni la mitad de mujer que ella para pegarle acto seguido una estocada de carne que le hizo enmudecer y pegarse un buen golpe contra la estantería. Por ladrona. Con cada pollazo que le metía, nevaban encima de nuestras cabezas carátulas y carátulas de pelis X. Para mí no hubo una mujer más erótica que Colette aquella lluviosa noche. Al fondo, en una radio a mil kilómetros de distancia, Jean-Jacques Goldman cantaba Puisque tu pars junto a un coro y yo qué sé.

    Estuvimos follando hasta medianoche. Me corrí dos veces más aquella noche (algo impensable ahora) y ambas dentro de su coño delincuente como un caballo desbocado. Ella no se quedó atrás y se descargó con mi polla incrustada a fuego en ella al menos una vez más. Como ella no era de avisar, pudieron ser más. Tampoco lo sé. Bastante tenía yo ya con no correrme como un modesto guardia de tráfico pone multas en lugar del famoso inspector Putain, azote del crimen y de ladronas de joyas.

    Volveríamos a follar alguna vez más durante los siguientes meses, pero mucho menos veces de lo que me hubiese gustado y jamás pudieron superar aquella noche. Uno no se corre igual con 17 años que con 30. Es un hecho. Una vez incluso me corrí sobre un póster aún enrollado de Marilyn Jess y otra vez dentro de una carcasa abierta de la nueva cinta de Sunny, pero nada pudo superar jamás aquella noche. Sospecho que alguna que otra vez un escondido Jérôme nos observaría follando. A él le iba ese rollo. Lo sé.

    Pero todo tiene un final y al año me fui a la mili. Cuando volví, el Michelle estaba cerrado a cal y canto. Mi madre me dijo que el vecindario (más ellas que ellos) le había puesto hace tiempo la cruz a la casquivana francesa de las blusitas y que cerraron al final por la falta de clientes. Vendieron todas las películas a saldo hace semanas y se marcharon en un destartalado Citroën 2CV a la francesa. Ahora abrirá una tienda de Delicatessen de Extremadura en su lugar. Don Manzano, el tendero, dice que sabe exactamente lo que necesita el barrio. Lo dudo.

    Lo más sorprendente no fue que el videoclub cerrase. Eso se veía venir, decía mi madre mientras hacía la cena, lo que más le sorprendió fue que algunos días después, Colette se presentó en casa nuestra. Debía tener la dirección apuntada cuando me hice socio del videoclub. Traía un paquete con una cinta dentro. Le dijo a mi madre, que esa película era mi favorita. Que quería regalármela por haber sido un cliente tan fiel.

    —Te he dejado el paquetito en tu habitación —me dijo mi madre, disgustada de que la francesita hubiese sabido dónde vivíamos y que ahora debía justificarse ante sus amigas. Cuando una madre le aplica un diminutivo a una palabra, ya puedes intuir su disgusto.

    Corrí raudo a mi habitación para descubrir dentro del paquete, la maravillosa "Camarada Soviet III" con una nota escrita a mano impregnado con su inconfundible perfume. 

    Mon Inspecteur, no tengo que decirte a partir de qué minuto la película se pone realmente interesante. No olvides llegar hasta los créditos finales, te he grabado algo solo para ti. Me has hecho volver a sentir como una colegiala de vuelta a mi París natal. Saber que he sido y siempre seré tu primera vez me hace sentir poderosa, importante. Disfruta de tu película… ya sabes, a solas. Y jamás pidas permiso. Pide perdón después... Tu Colette, ladrona de guante blanco.

    No he vuelto a saber de ella. ¿Estará Nicole Moloko maquinando su próximo robo en el Louvre? Sé que cuando me haga mayor, mi descendencia me preguntará por qué atesoro con tanta vehemencia un bodrio bélico en VHS. Les diré que tiene mucho valor sentimental y que son cosas de persona mayor.


Gracias a Luis por animarse a escribir una historia erótica conmigo. Reconozco que desconocía el juego que podía dar un videoclub. El final por el que nos decidimos es 100% suyo y creo que se nota un montón 😀

La bande sonore de l'histoire érotique!

Jean-Jacques Goldman - Comme toi


Jean-Jacques Goldman - Puisque tu pars


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Comentarios

  1. Recuerdo perfectamente el tipo de videoclub descrito en el relato. Lamentablemente no existía nadie parecido a Colette. Más bien era un tipo medio calvo con coletilla y sin mujer. Me ha gustado el relato. Veo buena compenetración entre los dos estilos. Espero leer más pronto que tarde.

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