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La erótica del poder

Le pregunto si le ha dolido. Me responde que no, que solo son cosas que pasan una vez al mes a todas las mujeres. En su boca no hay rastro de sonrisa al decirlo, solo muestra concentración mientras lava mi cuerpo de los restos de nuestro encuentro. La dejo hacer, me paro a ver como recorre mi cuerpo con la esponja. ¿Es cómo una madre limpiando a su hijo? ¿Es cómo si estuvieran limpiando el cadáver antes de amortajarlo? Ninguno de estos pensamientos son los que quiero en mi cabeza en este momento. Así que, cojo la mano con la que me limpia y me la llevo a los labios.

Ese gesto por mi parte parece contrariarla. Se levanta de la cama y se dirige al sofá del apartamento donde reposa su ropa que dejó con cuidado después de desnudarse para mí.

¿Se desnudó para mí o lo hace para ella? Para saberse todavía deseada. Es una afirmación de su sexualidad pasados los 40. Revuelve entre su ropa y enciende un cigarrillo para consumirlo frente a la cristalera abierta. Ella, desnuda sobre la gran ciudad, reina y exhibe su trofeo. Su deseo es libre y está satisfecho con hombres más jóvenes que ella. Como yo.

Descubro que la deseo de nuevo.

Yo digo amor y me falta el aire para pronunciar la palabra. La risa explota en su boca, el aire y el humo fluyen sin obstáculo por unos pulmones hartos de traición y literatura barata. Ahora sí que sonríe despectiva. No gasta saliva en hacerme ver lo obvio.

Hace un momento creía ser el maestro, me doy cuenta que solo soy un esclavo. Quiero ser su esclavo. Le digo que no me importa ser su entretenimiento, que sé que tiene más hombres, que he visto el mismo tipo de juguete guardado en un cajón con varios nombres distintos. Uno para cada amante. No me importa, solo la quiero a ella, que atesoro el tiempo que compartimos en la cama que paga su dinero.

El caro apartamento que domina la ciudad tiene una pared de cristal que hace que su silueta se recorte contra el lienzo de los tejados. Su teléfono móvil suena matando mis palabras. Contesta en un idioma que no entiendo. El suyo.

Habla frente a la ciudad sin dejar de fumar. El sol, que está bajando, ilumina su piel. El tono de su voz es cortante y firme. No sé lo que dice pero sé que está imponiendo su criterio por encima de la persona que esté al otro lado.

Observo el tatuaje en la parte baja de la espalda. Ese que es desconocido para sus compañeros de trabajo, ese trocito que nunca ha visto la persona con la que habla, considero que es ahora mío. Así que me levanto de la cama, me arrodillo frente a él para adorarlo y comienzo a besarlo, a recorrer con mis labios las filigranas de su dibujo. Sigo con los alrededores de su decorado cuerpo. Ella sigue hablando y fumando al mismo tiempo pero ahora ha apoyado una mano sobre el cristal.

Termina la conversación telefónica con un tono que podría confundirse con amable. Arroja el teléfono a un lado, se vuelve frente a mí y yo, aún arrodillado, abrazo mi religión.

Desde aquí no se oye el ruido de la ciudad, la gente pulula por ahí abajo creyendo que sus vidas son importantes, se mueven con diligencia hacia sus cotidianos quehaceres. No son conscientes de que hoy he subido al Olimpo. Estoy en contacto con los dioses y gozo de su favor. Emborrachándome con el rojo néctar que fluye de su interior.

Terminamos esta lucha desigual, cansados, cubiertos de sudor y conmigo agotado sobre la mullida alfombra. Ella me besa de forma fugaz en los labios y se levanta. Al volver, me envuelve con el edredón que ha cogido de la cama y se va hacia el baño.

Abro los ojos y la descubro fumando de nuevo frente a mí, sentada en un sillón, con un albornoz blanco. Me dice que me he quedado dormido tras nuestra última refriega. Que ha aprovechado a ducharse. En efecto su pelo aparece todavía húmedo mojando la tapicería del sillón.

Hablamos de cualquier cosa. Yo de mis estudios, ella de su trabajo, de un problema en las aduanas. Veo la oportunidad y, orgulloso, aprovecho para meter mis conocimientos de Derecho Mercantil en la conversación. Ella me vuelve a mirar con una sonrisa en la que solo eleva una comisura. La amo. La odio por eso. Su siguiente discurso viene a plantearme que la teoría es muy bonita y nunca se cumple. Vuelvo a sentirme avergonzado por mi ignorancia sobre la vida real. Ella me dice que estoy allí por su dinero, no por su cuerpo ni por su carácter. Trato de desviar el tema del dinero pero me enredo y solo hablo de cosas materiales, cuando me quiero dar cuenta ya es demasiado tarde. La he perdido. Estoy aquí por su carácter, que es precisamente lo que más valora de sí misma. Ninguna chica de mi edad se comportaría como ella. Solo me doy cuenta de que no he sabido jugar mis cartas cuando me da una cajita. Quiero abrirla pero me dice que no, que solo la puedo abrir cuando llegue a casa. No puedo con la curiosidad y la abro en el ascensor que baja. La caja contiene el juguete sexual que lleva mi nombre y algo de dinero.


Comentarios

  1. ¿Qué os voy a contar? Me rindo, este tío es muy bueno escribiendo. Ya está, ya lo he dicho... bueno también le tengo mucha envidia... eso también.

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  2. Me gusta el pequeño y explícito relato, pero........

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